Hace una semana aproximadamente volvía a romperse un sueño,
un número más pasaba a engrosar las listas de los que han
perdido la vida en su batalla por cruzar, por llegar a lo
que ellos creen el “paraíso europeo”. En el imaginario
colectivo, sobre todo en el de los que pertenecemos a las
generaciones nacidas en la democracia, la inmigración es
cosa de otros, nosotros estamos en la parte buena del mundo,
ni siquiera podríamos plantearnos una situación similar.
Vivimos en el límite entre dos países, en una profunda
dicotomía entre riqueza y extrema pobreza, entre oportunidad
y exclusión, tan cerca físicamente y a la vez tan lejos de
nuestra realidad. Hemos tenido suerte, si hubiéramos nacido
unos pocos kilómetros más allá, nuestra vida hubiera sido
radicalmente distinta.
Sin embargo pocas veces parecemos darnos cuenta de lo
pequeña que es la diferencia que nos separa de “los otros”.
Incluso también se nos olvida en demasiadas ocasiones que
durante años los españoles fuimos esos otros. Durante los
años más duros de la dictadura fuimos nosotros los que
llegamos a otras fronteras con esa pesadez sobre nuestros
hombros que supone el alejarte de los tuyos, pero a la vez
con la ilusión que te otorga la esperanza de una vida mejor,
de un futuro. Muchos dirán como he escuchado ya hasta la
saciedad, que emigramos con papeles, regularizados, como si
ese hecho nos diera una absurda superioridad sobre el resto
de la especie humana. Sin darnos cuenta que el estar o no en
regla, no está relacionado con el motivo que te lleva a
querer salir de tu país.
No sé que hubiéramos hecho la mayoría de nosotros,
occidentalitos, en una situación en la que el concepto
libertad solo se conoce de oídas, viviendo en un lugar donde
un día sí y otro también la muerte viene a visitarte y donde
la vida de tus hijos, tus familiares y amigos está
constantemente amenazada. En realidad creo que si lo sé,
hubiéramos hecho exactamente lo mismo, marcharnos. Y por eso
me resulta tan grotescamente sorprendente que nos siente tan
mal que la gente quiera, simplemente, lo mismo que queremos
nosotros.
Por supuesto es innegable que la inmigración es un problema,
no sólo aquí en Ceuta ni en España, es un problema global
como resultado del presente orden (o más bien desorden)
mundial.
El mundo está jerarquizado, las naciones al igual que
nuestra sociedad se dividen en clase alta, media y baja. Y
lamentablemente lo mismo ocurre con las personas. Los
derechos, las necesidades e incluso el sufrimiento son
considerados de diferentes maneras según nuestra pertenencia
a esa clase mundial. Y de momento las cosas sólo parecen ir
a peor. Las naciones centrales siguen explotando directa o
indirectamente a las periféricas y muchos de los dirigentes
de éstas últimas prefieren todavía este pacto silencioso con
el mundo capitalista que les enriquecerá aunque sea a costa
de la “esclavitud” de su país.
En las montañas cercanas a Beliones, en Marruecos, viven
escondidos un centenar de subsaharianos esperando su gran
oportunidad. Reciben comida y algunas ropas a cambio de
ayudar en algunas tareas a los marroquíes que residen por
los alrededores, incluso a veces suben a la carretera
principal a ver si consiguen que alguien les de alguna
limosna. Sin embargo no quieren hablar, tienen miedo, cuando
se les pregunta por el chico que murió en la frontera hace
unos días, nadie parece haberle conocido, es como si la
memoria se diluyera en medio de un pozo de amargura,
tristeza y resignación. Incluso muchos ni siquiera desean ya
pasar, después de años viviendo en el país vecino.
Aquí en Ceuta, para los que consiguieron dar el primer paso
de entrar en nuestra ciudad las cosas no mejoraron tanto
como ellos esperaban. Después de mucho tiempo aquí, el
fantasma de la deportación sigue pesando sobre sus cabezas.
Los hindúes escapados del CETI hace aproximadamente un año,
han creado su campamento y dejan muy claro que no se piensan
rendir. Muchos tienen ya trabajo. De hecho ya llevan 8.289
firmas que, organizaciones no gubernamentales que están
colaborando, han presentado al defensor del pueblo para
evitar la repatriación.
Muchos otros deambulan solos, con los ojos bien abiertos a
la espera de contactar con las mafias que les ayuden a
pasar.
Unos lo conseguirán, otros no, pero incluso aun llegando a
la meta, a Europa, su vida diferirá en mucho de cualquiera
de las nuestras. La mayoría nunca gozarán de nuestras
oportunidades, no podrán más que a lo sumo malvivir y enviar
algo de ayuda a sus familiares. Siempre serán extranjeros,
viviendo el resto de sus vidas en una especie de limbo ya
que nosotros, todos, el mundo, no se lo pusimos fácil en su
país.
Y al final de todo este entramado, de países, de leyes y de
gobiernos corruptos, una persona más, con nombre y
apellidos, con una vida, una historia, familia, amigos, con
inquietudes y deseos acaba dejándose la vida en conseguir lo
que según la declaración de derechos humanos debería ser un
derecho fundamental: la libertad.
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