A pesar de tantos avances todavía
no hemos encontrado el diagnóstico justo para poner orden en
el mundo. Hemos puesto mando pero no orden. La política está
crecida de virus que despedazan sociedades, desde el momento
que se desprecian seres humanos. La vida ha perdido valor y
valía. Es una película mal montada y peor diagnosticada por
los protegidos agentes del poder. Un poderío excesivo en
ocasiones, aplastante, que no entiende de deberes;
arbitrario a más no poder, organizado por una clase
privilegiada a la que no le importa oprimir con tal de
seguir siendo el dominador. Y lo malo es que no tenemos otro
planeta donde trasladarnos a vivir para poder disfrutar de
libertades perdidas, de justicias auténticas, de igualdades
armónicas en las que nadie pueda comprar a nadie y que nadie
pueda venderse por necesidad del guión existencial. Por
ello, soy de los que piensan que urge inyectar un
diagnóstico de ideas y pensamientos libres en una humanidad
caída en el desespero. La enfermedad está identificada,
tiene entidad tóxica, creciente de odios y venganzas.
Algunas personas ya no pueden más, están en las últimas, sin
esperanza que le sostenga los días, lo que exige poner
remedio antes de que sea demasiado tarde. Las operaciones de
mantenimiento de vida, en condiciones humanas, es lo mínimo
que se puede pedir a las naciones, por desgracia más
desunidas que unidas.
Siguiendo con términos clínicos, la perla del diagnóstico se
divisa con la observación de sus signos y síntomas. Sobre la
vida misma se ciernen muchas amenazas e inevitablemente los
menos poderosos, los más débiles, sufren más. La huella que
nos deja el sufrimiento de los niños es la prueba palpable
de que no existe amor verdadero en el mundo. Ante estos
hechos, mucha gente experimenta una especie de parálisis
moral, creyendo que poco o nada se puede hacer para afrontar
estos grandes problemas en su raíz. El caso del profesor
español Neira, que estuvo al borde de la muerte por defender
a una mujer de la agresión de su pareja, es un claro ejemplo
de que todos podemos hacer algo más, sobre todo para
exterminar las cucarachas, que la misma sociedad permisiva
ha generado. Lo que hace falta es salir del letargo social y
pasar a la acción como hizo el profesor Neira, en un acto de
heroicidad y de amor por la persona. Por desdicha, los
tiempos actuales, lejos de mitigar el sufrimiento, en
ocasiones lo han agravado. Ya debería ser evidente que
acciones motivadas políticamente con afanes de
adoctrinamiento, nos dividen y empobrecen. Deberíamos saber
que la doctrina carece de profundidad. Verdaderamente el
pensamiento profundo es cosa de la sabiduría. Algo que hoy
no se enseña ni en las escuelas, hasta el punto que los
jóvenes les cuesta interpretar un texto. Ya no digamos tener
capacidad de discernimiento. También resulta curioso, y es
otro ejemplo más de ceguera, que el aborto haya centrado las
marchas del día internacional de la mujer en España. Sobre
todo si se tiene en cuenta que el desempleo se ceba en este
país, especialmente con las mujeres, que la diferencia
salarial entre hombres y mujeres sigue siendo un escándalo,
y que lo único que se ha incrementado desgraciadamente a su
favor es la violencia de género.
Continuando con la práctica médica y el diagnóstico, un
juicio clínico sobre el estado psicofísico de una persona;
trasladándolo a la sociedad globalizada como la actual, toda
la ciudadanía debería cuidar, si es preciso con vacunas
antisistemas, derechos innatos e inviolables que protegen a
todo ser humano, y que de ninguna manera pueden depender de
autoridad alguna o de amañados consensos políticos. El
intento del poder de colocarse por encima de esos derechos
causa la ruina de la sociedad y, en última instancia, es
autodestruirse como persona. Con los medios e instituciones
de que se dispone hoy en día en el mundo, la estampa de
niños soldados, obligados a mendigar, debiera ser agua
pasada que ya no moviese molino. Igual que la pobreza, el
hambre, el analfabetismo y la enfermedad. Difícilmente se
puede poner paz en un mundo en el que las instituciones
diagnostican en falso, y siguen negando a los débiles la
posibilidad de satisfacer sus necesidades más fundamentales.
Con lo saludable que sería validar un diagnóstico genérico
para una sociedad a la que hemos catalogado sus
enfermedades. Sólo habría que avivar que se interesase o
interesara la ciudadanía: los unos por los otros y los otros
por los unos, que uno a uno se hizo el mundo. Claro, tendría
que dejar de dividirse la sociedad, como alguien dijo, en
dos grandes bloques: la de los que tienen más comida que
apetito y la de los que tienen más apetito que comida. Algo
que es difícil para una sociedad endiosada de poderes y de
poder sobre los que nada tienen.
El diagnóstico estaba cantado. Más pronto que tarde la
sociedad entraría en crisis. Las tenemos todas. La crisis
financiera global, que se suma a las crisis energética y
alimentaria, a la que se le multiplica la escasez de valores
y principios, nos deja un cociente para el arrastre. Los
entendidos, ya dicen, que causará una marcha atrás en el
progreso hacia la reducción de la pobreza y la realización
de las Metas de Desarrollo del Milenio. A no ser que se
establezcan redes de protección social efectiva, que mucho
me temo no pasarán de ser de boquilla, serán los pobres los
que más se vean golpeados por la crisis. De hecho, ya les
está golpeando, cuando el diagnóstico es bien claro: frente
a una crisis global lo que se necesita son soluciones
globales. O sea, el tesón de una Organización, con buena
mano y mejores hechos, capaz de avivar la gobernabilidad
global. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de humanizar
a un deshumanizado mundo. Está visto que no se puede ir en
contra de ningún orden como hasta ahora hemos ido. El mismo
universo es un orden armonioso, en el que nadie sobra y
todos somos precisos. Pienso, pues, que sería bueno esta
prescripción global: el amor como principio, el orden como
método, el ser humano como fin.
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