En el Día Internacional de la
Mujer, los discursos de los hombres han sido los de
costumbre. Todos han hablado con admiración de las mujeres.
Y no han dudado en destacar las desigualdades que siguen
existiendo entre ellas y los varones.
La diferencia que hay entre los hombres y las mujeres es que
ellos hablan bien de ellas y las tratan mal, mientras que
ellas hablan mal de ellos y los tratan bien.
La frase me sale de corrido, pues la he repetido infinidad
de veces. Desde que hace más de dos décadas se la oí decir a
un médico que a su vez me recomendó un libro que, días
atrás, yo le recomendé a Beatriz Palomo. Aunque mucho
me temo que le será difícil encontrarlo. Y, naturalmente, le
dije que no le prestaría “No es fácil ser hombre”, que es el
título del libro.
Pues bien, a partir de entonces yo he venido prestando mucha
atención a cómo los hombres hablan de sus mujeres. Y, salvo
raras excepciones, les reconocen muchas más cualidades que
las que se atribuyen a sí mismos y no ahorran alabanzas
sobre los méritos y talentos de éstas.
Pero no es menos cierto que esa manera de actuar de los
hombres es egoísta. Porque tienen necesidad de hacerles a
sus compañeras un retrato embellecido para resaltar su
propio valor. Puesto que si son amados por unos seres
selectos, es indudable que ellos tienen que ser dignos de
ser amados, o más bien, de ser admirados.
No olvidemos que una mujer que tiene un mal marido es una
víctima; sin embargo, un hombre que tiene una mala mujer es
un ser lamentable. Y no me negarán que incluso son objetos
de mofa por parte de sus compañeros.
A los hombres les siguen gustando las diferencias entre
sexos. “Tal vez porque una sociedad ‘unisex’ les inquieta,
una civilización andrógina les repele”. Diferentes no
significa inferiores. En este punto, las ideas feministas
han triunfado realmente.
Porque a ver quién es el guapo que se atrevería a afirmar
todavía que las mujeres son menos inteligentes que los
hombres. O que están menos dotadas para crear o carecen de
habilidad y arte. Entre hombres y mujeres las capacidades
son iguales aunque las condiciones sean distintas. Ello es
algo que nadie discute en estos tiempos. Salvo estúpidos
viejos reaccionarios o falocráticos trasnochados.
También hay mujeres estúpidas. Casi tantas como hombres
necios existen. Normal. Faltaría más. Por tal motivo, suele
haber problemas cuando una mentecata luce su sandez con
recochineo y alevosía.
Ejemplo: Estaba yo, días atrás, en un restaurante céntrico y
Javier Arnáiz se dirigió a mí para pedirme que
destacara en esta columna un acto organizado a favor de una
buena causa. Eché una mirada alrededor y me di cuenta de que
sentada a la mesa había una mujer que, cada vez que nos
cruzamos, trata de insultarme con la mirada. Y le dije al
arquitecto municipal que nanay de la China.
Que no estaba dispuesto a ayudar a esa causa, por justa que
fuera, presidida por una señora estúpida. Y cuya mala
educación aconseja recomendarle algún brebaje para que
regule su organismo. Por si acaso esa irregularidad
fisiológica es la causante de que mire a los demás por
encima del hombro. Y me quedé tan pancho. Y es que la
igualdad permite actuar sin cortapisas.
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