No hace falta que yo diga lo
difícil que es escribir a diario. Puesto que últimamente ya
se encargan de reconocerlo incluso quienes opinan cada siete
o cada quince días. Y además se alivian contándonos
historias tan manidas como incapaces de enganchar al
personal. Eso se ve luego en la cuenta de resultados que
reflejan los marcadores adecuados al efecto. Y en otras
varias respuestas que no vienen al caso contar.
Y, si difícil es escribir, qué decirles si se hace sólo
sobre asuntos concernientes a la ciudad. Lo cual es, más o
menos, como anuncia el speaker de los circos cuando un
ejercicio está atiborrado de dificultades: “¡Y ahora,
señores y caballeros, el más difícil todavía...!”.
Y así hasta que el trapecista se decide por quitar la red de
seguridad y columpiarse en las alturas, asumiendo el riesgo
de la caída. Que en mi caso, perdonen que me ponga como
ejemplo, aunque no sea el suelo el que espere para celebrar
mi posible costalazo sí lo hacen las malas lenguas que se
embozan bajo el valiente (!) antifaz del seudónimo.
Como si esa tropa compuesta por catorce individuos –e
individuas, perdón- estuviera convencida de que con insultos
está capacitada para tratar de cegarme la imaginación: esa
loca de la casa a la que a veces debo contener para no
llevarle la contraria a Quevedo cuando recomienda -no cito
textualmente- que hay verdades que no se deben decir.
Cuatro párrafos he necesitado, comprendo que es una
barbaridad, para hacerle el introito a lo que viene. Con lo
fácil que hubiese sido pedirle a un amigo, que sabe dibujar,
que me hubiera hecho un muñequito gracioso, y muy del agrado
de la concurrencia, y seguro que me habría salido una viñeta
de las tan celebradas por quienes sudan la gota gorda para
escribir un artículo de... Iba a decir de mierda, pero ya me
he lavado la boca con Listerine mentol y no quiero repetir
la jugada.
Lo que viene es lo siguiente: como tengo que opinar de
cuanto sucede en la ciudad y en esta ciudad suceden las
cosas que suceden, no tengo más remedio que aprovecharme del
acontecimiento que supuso el viernes pasado la entrega del
Premio María de Eza en el salón del Trono del Ayuntamiento.
Al que fui invitado expresamente por la ganadora.
Sí, ya sé que ayer, deprisa y corriendo, mencioné ciertos
hechos ocurridos en tan magnífica celebración, pero me
reservé otros. Voy con ellos. Me alegré muchísimo de poder
intercambiar impresiones, una vez más, con Fernando Tesón.
Todo un ejemplo de sencillez, revestida de una sapiencia que
predispone a seguir aumentando la simpatía que uno siente
por él Y el afecto, coño, por qué no decirlo.
Tampoco pasé por alto las maniobras de un individuo que hace
apenas nada largaba contra Pedro Gordillo, sin tener
motivos. Y en la cuchipanda del Tryp, sin embargo, andaba el
hombre hasta eligiéndole los canapés y la bebida al
vicepresidente. Pero la risa de Gordillo, sardónica,
delataba cómo se estaba humillando el susodicho individuo.
Pero lo mejor fue lo que me dijo el presidente de la Ciudad.
Hablando conmigo un momento aparte. Entendí su mensaje. Pero
su opinión queda entre él y yo. Porque esas son las cosas
que uno debe silenciar, incluso viéndose apremiado por la
Inquisición.
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