El periodismo se hace en la calle.
Que es la mejor forma de decirle a la gente lo que le pasa a
la gente y opinar sobre ella. Pero para ello hay que saber
transitar la calle y entenderse con los demás. Opinar es un
riesgo que se asume. Porque el español pensante necesita
alguien con quien pegarse, una cara, un tipo del que
disentir, que para eso lee a diario, para disentir. Así lo
creía Umbral. Como también afirmaba que una verdadera
columna sólo consta de letra impresa y mala leche.
Mas hay que saberla hacer. Se trata de escoger un tema.
Darle el tono. Y relacionarlo con el espacio donde uno se
mueve. O sea, el territorio. Es en él donde uno practica el
juego de opinar. Y que se rige bajo las mismas reglas que
ese otro juego llamado de las siete y media. En el cual lo
conveniente es plantarse antes que pasarse.
Mi terreno de juego es Ceuta. Sus calles y sus sitios donde
me consta que puedo observar, mirar, charlar, y contar la
realidad de manera distinta. Mi mirada es diurna. Pues hace
ya mucho tiempo que abandoné mi condición de noctívago. De
ahí que dos vinos a la hora del aperitivo, tres a lo sumo,
hayan sustituido a los dos whisquies, cortitos, sin hielo y
con poca agua, de las noches de antaño. El alternar tiene
también su coste económico.
Cuando me invitan a una cuchipanda, un conocido le gusta más
que diga cóctel, suelo aceptar porque es la mejor manera de
conocer a más gente y que más gente me conozca a mí. En los
cócteles, pues, me agrada deambular de un lado a otro.
Participo en los corrillos. Porque en estas ocasiones -soy
del mismo parecer que Salvador Pániker- el juego es
obvio: se trata de estar simpáticos y amenos, comedidos, en
el límite de la espontaneidad.
A esos sitios, es decir, a esos cócteles hay que ir vestidos
de manera convencional. Sin desentonar. Aferrándose a lo de
donde fueres haz lo que vieres. Y preparados para poder
conversar de todo. Ya que quienes escriben no tienen por qué
saber de todo pero sí han de conocerlo todo.
Así como es primordial no hurtar ni la mirada ni mucho menos
esquivar la presencia de cualquier autoridad o político a
los que uno pudiera haberles zurrado la badana en alguna
ocasión. Ya que, precisamente, son los mejores momentos para
deshacer entuertos y mostrar uno que la censura hecha no
está motivada por aversión hacia esa persona que se siente
dolida por el varapalo recibido en su día por nosotros. Sino
que forma parte del juego que ambos hemos decido practicar
desde frentes opuestos. Y, claro, hay que hacerse a la idea
de que unas veces los intereses concuerdan y otras son
diametralmente opuestos. Perogrullada al canto.
Después hay otra forma de escribir. La que se hace sin
moverse, o moviéndose lo mínimo, de la mesa de redacción.
Siempre pendiente del teléfono y de los correveidiles de
turno. Confidentes a quienes la directora del medio o el
director les suelen dejar muy claro que si se atreven a
informar a otros medios, no sólo dejarán de ponerse en
contacto con ellos sino que, además, quedarán abandonados a
su suerte cuando ellos caigan en desgracia en la institución
en la cual prestan sus servicios. Chantaje puro y duro.
A semejantes directoras o directores hay que decirles que
procuren modernizarse cuanto antes. Y que pisen la calle, de
una vez por todas. Puesto que es de catetos presumir de
información exclusiva, en una ciudad donde todo se sabe en
plena rúe.
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