Me llama Raimundo Romero
Sánchez, secretario del Centro Gallego de Ceuta, para
agradecerme la manera con que he venido tratando la
tradicional laconada carnavalesca, celebrada hace dos
sábados en la planta quinta del Hotel Tryp.
Durante la conversación telefónica, le dije a Raimundo que
me sentí tan a gusto en la comida que tentado estuve de
quedarme a compartir la magnífica sobremesa hasta el final,
incluso a costa de haberme perdido el partido televisado del
Real Madrid en la tarde sabatina. Lo cual hubiera sido un
enorme sacrificio para mí.
El secretario del Centro Gallego, ante mis halagos sentidos
por la estupenda fiesta, no tardó en decirme que a partir de
ahora me considere invitado a todos los actos que celebre el
organismo gallego. Y le cogí la palabra. Claro que sí. Pero
con una condición: jamás permitiré ir de gañote a ningún
acontecimiento que termine en cuchipanda. Porque, conociendo
a los gallegos, raro es que ellos se olviden de deleitarnos
con lo mejor de su cocina.
Lo de pagar es una obsesión mía. Lo mismo que otros se
obsesionan con demostrar que pertenecen a un pueblo especial
o a una raza privilegiada, yo me obstino en querer invitar a
los demás. O sea, que yo me meto la mano en el bolsillo con
celeridad. Y jamás permito que me paguen las copas dos veces
seguidas.
Todo ello se lo fui contando a Raimundo, mientras él se reía
como suelen reírse los gallegos, y además le dije que hubo
una época en la cual salía a la calle y si cualquiera, sin
distinción de clase social, me pedía algún adminículo que yo
llevara y fuera de su gusto, allá que me desprendía de él.
Habiendo llegado al extremo de regalar camisas en plena
calle. Muchas veces. Eso sí, el agraciado tenía que
acompañarme hasta la puerta de mi domicilio para no dar el
cante de lucir mi pecho durante un gran trecho. Menudo
pareado.
Lo que no le dije a Raimundo, secretario del Centro Gallego,
es que, dado que me presenté en el Tryp vestido de azul
marino, con camisa blanca impoluta, y corbata de Emidio
Tucci, roja y salpicada de rombos y cuadrados tan sutiles
como capaces de meterse por los ojos, lo primero que hizo el
presidente de la Ciudad fue fijarse en mi corbata. Para
celebrármela...
Un adminículo, la corbata, que llamó la atención de un Juan
Vivas que estuvo ese día la mar de amable conmigo (antes,
todo hay que decirlo, Pedro Gordillo, con esa
exuberancia tan suya, se dirigió a mí con palabras sentidas,
que entendí perfectamente y de las que tomé nota).
A lo que iba: que lo primero que hice, dada mi manía de
invitar mucho y regalar prendas, fue un intento de
desanudarme la corbata para entregársela al presidente. Ya
que sin corbata se podía estar sentado a la mesa. Y si no
culminé mi propósito fue porque Vivas, siempre preocupado
del que dirán, hizo los gestos convenientes para que yo
aplazara el regalo.
Pues bien, la corbata de Emidio Tucci, roja y salpicada de
cuadrados y rombos, tan sutiles como capaces de meterse por
los ojos, está ya preparada en su caja de origen para
llevársela a Vivas, en cualquier momento. Aunque, dado que
esta columna tiene cierta influencia, no reclamaré la
clásica rueda de prensa para el acto de la entrega. Y será
así, para evitarles náuseas a ciertos informadores que ven
en la corbata y en el ducharse cada día, signos evidentes de
una decadencia que a ellos les aterra. Pero seguirán
oliendo.
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