Es evidente mi inclinación
afectiva favorable y espontánea por la consejera de Cultura.
Y en vista de que lo expresado está registrado en el
diccionario, en su primera acepción, como concepto de
simpatía, la mía por ella no admite dudas. Y eso es algo
inevitable.
Lo cual no ha sido obstáculo para que otrora no me temblara
el pulso al tener que criticarla con tintes ásperos, por mor
de actuaciones suyas que me parecían reprochables. De hecho,
hubo una época en la cual le dediqué varias parrafadas que
lograron hacer mella en su ánimo. Y me consta que las encajó
tan sorprendida como dolida. Si bien supo estar la altura de
las circunstancias.
A Mabel Deu, pese a esa simpatía que le profeso,
suelo verla yo muy poco y, por ende, debo decir que hablamos
de higos a brevas. Así que cuando coincidimos dos veces
seguidas en el intervalo de una semana, ella se muestre
dispuesta a soportar el relato de mis historias de andar por
casa. Con lo cual ya tiene no sólo el cielo ganado, sino
también el derecho a que yo me trabaje una columna dedicada
a ella.
La pasada semana se dio el caso antedicho: nos vimos en dos
ocasiones. En la primera tuve tiempo de bombardearla a ella
y a su marido, Jaime, con anécdotas varias, que ellos
soportaron con ese estoicismo educado que se lleva ya tan
poco. En la segunda, ya en plan profesional, traté de
tirarle de la lengua a ver si conseguía que de su boca
saliera algo desconocido para mí. Mas nanay de la China. No
hubo manera de que me pusiera al tanto de alguna situación
con la que yo pudiera darme pote en este espacio. Y hasta me
di cuenta por su lenguaje corporal, momentáneo y adrede
-cruce de brazos y mirada hacia el techo de la sala de estar
del Tryp, haciéndose la distraída-, que me estaba diciendo
que no siguiera por ese camino porque no me iba a comer una
rosca.
Y el que escribe, que sólo es tonto cuando conviene a la
causa, se percató en un tris de que estaba obligado a
cambiar de asunto. O de tema; que es la palabra que ha
conseguido arrumbar a la primera. La de toda la vida. De
modo que respiré hondo, me hice el fuerte, y me dirigí a
Mabel con voz grave y el mentón endurecido. Oye, Mabel,
hasta ahora te has cerrado en banda, muy bien... Pero te voy
a hacer una pregunta que no admite silencio: ¿Quién fue el
gilipollas que al pasar tu hijo paseando a ese perro tan
guapo que tenéis, y tan escamondado, se atrevió a decirle
con desprecio inusitado, lo siguiente?: “¡No se te ocurra
acercarte a mí con ese bicho asqueroso y lleno de
pulgas!...”.
Mabel no esperaba esa pregunta ni mucho menos que yo
estuviera al tanto de esa escena vivida por su hijo en la
calle. Una escena producida por un tipo que callejea con
desaliño y un desaseo visible y que, procedente del norte de
España, ha hecho sus pinitos en esta tierra como periodista
bufón. Todo hay que decirlo: con rotundo fracaso. Y la
consejera, tras tomarse su tiempo, respondió:
-¿Qué te parece lo de celebrar una corrida de toros en
Ceuta?
Un cambio de tercio que acepté inmediatamente.
Una idea estupenda. Aunque debes, como medida principal,
lograr que te asesore alguien experto en montajes taurinos,
con la honradez que exige un negocio donde el más tonto de
los empresarios sabe hacer relojes.
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