Durante la postguerra ser
universitario era un signo de gran distinción y en los
pueblos eran mirados como seres superiores. En realidad,
había muy pocos. Apenas dos o tres. Y, salvo caso
excepcional, pertenecían a familias con suficientes medios
económicos para permitirse el lujo de que sus hijos hicieran
una carrera.
Cuando los universitarios llegaban al pueblo, en época de
vacaciones, sus padres gustaban de transitar la calle con
ellos para exhibirlos cual si fueran criaturas procedentes
de otro planeta. Iban los progenitores tan ufanos como
contentos y deseosos de contarles al primero que se
encartara lo siguiente:
“Este es mi hijo tal, ¿te acuerdas de él?... Claro que sí,
hombre, si lo has visto de niño, muchas veces; sobre todo
cuando lo llevaba su madre a mi despacho. Pues bien, aquí
donde lo ves, mi niño está ya haciendo la carrera de
Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos”.
Y, tras el recorrido habitual por las principales vías del
pueblo, aquellos padres repetían la misma ceremonia en el
casino, en el bar de turno, en la misa de doce y en cuantos
sitios tuvieran por costumbre frecuentar. Y estaban en su
derecho de expresar tamaña alegría por doquier. Y motivos
tenían para ello: porque si eran ricos o disfrutaban de una
economía saneada, a ver qué les impedía vanagloriarse de que
sus hijos pudieran a llegar a ser lo que ellos no habían
logrado.
A medida que fueron pasando aquellos años (“Los años del
miedo”: así titula Juan Galán Eslava otra novela de
éxito) ser universitario se fue poniendo al alcance de más
personas. Con la alegría consiguiente de muchos más padres
de menos posibles. Hasta desembocar en tiempos donde es casi
imposible que haya padres que se conformen con que sus hijos
consigan aprender un oficio en las Escuelas de Formación
Profesional.
De manera que sin atender a las recomendaciones de los
profesores acerca de las pocas aptitudes mostradas por sus
hijos para seguir estudiando, muchos padres sólo tienen en
mente que sus niños obtengan un título académico. Por más
que éstos hayan demostrado ser cortitos de mollera. Y están
en su perfecto derecho de actuar así; pero luego no deberían
quejarse cuando sus hijos encuentren un empleo, pongamos por
caso el de periodista, y pasen a engrosar la nómina de los
llamados ‘mileuristas’. Debido a que muchos de ellos, como
en otras carreras, por supuesto que sí, no sepan hacer la o
con un canuto.
Es verdad que los mejores, que los hay en cada promoción, se
los quedan los medios de tirada nacional. Aunque algún
titulado haya que sin gozar de tanta excelencia sea ayudado
por el amigo de turno o la recomendación adecuada. Mas, en
general, los peores van de un sitio a otro y pierden el
tiempo en quejarse de su mala suerte. Y, desde luego, muchos
lo pierden también en sus continuos escarceos nocturnos, en
vez de hincar los codos para completar su período de
aprendizaje. Por lo tanto, los hay que siguen nutriéndose de
los primeros apuntes que tomaron.
Espero que quienes siguen cultivándose no se sientan
aludidos. Los otros, sin embargo, han de saber que en esta
ciudad, como en otras, hay un personal especializado en
hacerles más llevadera la cruz que soportan. Aunque
semejante ayuda sólo les vale, en el mejor de los casos,
para acelerarles el más rotundo fracaso.
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