Cuando en las noches del frío
invierno sentado alrededor de la mesa, con el brasero debajo
de ella para calentar los cuerpos, con aquella bombilla
colgante del techo porque las lámparas, en las casas de los
“pudientes”, brillaba por su ausencia, lo mejor que se hacía
en cada casa, era ponerse a jugar al parchís o contar
historias nacidas, en algunas ocasiones, más de la fantasía
de los pueblos que de la realidad.
Por ello, no era de extrañar, que la conversación o los
cuentos estuviesen basados, en aquella época de frío y
hambre, en historias que con la poca luz que daba la
bombilla y el momento de recogimiento con el estómago lleno
de café negro migado con pan, “bocata de cardinales”,
llevasen a los chavales al acostarse a soñar, con aquel tío
“sacamantecas” que solía llevarse a los niños para sacarle
semejante asunto.
Me encantaba escuchar a la sabia de mí abuela contarme, en
aquellas noches de frío, de café negro migado con pan y con
menos luz que un farol apagado, la historia del hombre del
saco, que era otro que se llevaba a los niños metidos en un
saco y la del “sacamantecas”.
Una de esa noches, mientras mis padres jugaban al parchís,
que tengo que decir y digo, que ese juego es una jartá de
aburrido, mi adora viejecita me contó una historia que pasó
en Sevilla, según ella y que, desde entonces, se me ha
quedado grabada en la memoria sin poderla olvidar porque,
esa historia, es aplicable en muchas ocasiones a ciertos
personajes de hoy día.
La historia se iniciaba en un barrio sevillano, donde el
protagonista, de la misma, según su propia definición, era
el más inteligente y el más valiente de todos los habitantes
del mismo, estando siempre rodeado de otros personajes del
barrio que le rendían pleitesía a aquel inteligentísimo y
valiente personaje.
Este singular personaje, auténtica “lumbrera” del barrio y
“valiente” como él sólo podía ser, atacaba a todo bicho
viviente, sin importarle los más mínimo meterse en todos los
charcos aunque no hubiese llovido o lanzarse en paracaídas
desde diez mil metros, sin paracaídas.
Para demostrar todo el valor que poseía, acostumbraba a
ponerse en una esquina, con una faca en la mano y un letrero
colgado sobre su pecho que decía: “se busca un valiente para
batirnos a muerte”. Por supuesto que nadie osaba pasar por
aquella esquina, y sus seguidores paseaban sacando pecho por
las calles del barrio, sabiéndose protegido por tan valiente
personaje.
Pero cierto día, uno del barrio cansado de tanta aguantar al
personaje en cuestión apareció en la esquina, con otra faca
en la mano y dirigiéndose al personaje, le dijo: “aquí tiene
a otro valiente dispuesto a batirse en duelo a muerte”.
Nuestro personaje se echó a temblar y le contestó “ponte en
la otra esquina y ya somos dos valientes”. Salió corriendo a
reunirse con los suyos para decirles que cinco mil se habían
presentado con navajas para matarlo. Sus seguidores se
dirigieron hacia el lugar, encontrándose con el otro vecino,
con el letrero sobre el pecho, sentado en el suelo, con una
navajita de juguete. ¡Las cosas que me contaba mi abuela!.
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