A raíz de que el Tribunal Supremo
español niega el derecho de objetar sobre la disciplina:
Educación para la Ciudadanía, mucho se ha dicho y
reflexionado en este país sobre la cuestión de fondo, que no
es otra que dilucidar si un Estado tiene derecho a educar en
valores morales a nuestros hijos. Dicho así, rotundamente
digo que no. Pero como vivimos en un estado de confusión y
mezcolanza permanente, conviene analizar la situación con la
objetividad debida. Los contenidos de la asignatura en
educación primaria constan de tres bloques, donde se propone
un modelo de relaciones basado en el reconocimiento de la
dignidad de todas las personas, del respeto al otro aunque
mantenga opiniones y creencias distintas a las propias, de
la diversidad y los derechos de las personas; donde a partir
de situaciones cotidianas, se aborda la igualdad de hombres
y mujeres en la familia y en el mundo laboral; subrayando un
aspecto prioritario, relacionado con la autonomía personal,
que es siempre la asunción de las propias responsabilidades,
algo que exige la vida en comunidad y vivir en sociedad. En
Educación Secundaria se desarrollan y amplían, atendiendo a
la mayor edad de los alumnos, todos los contenidos de la
asignatura en Educación Primaria, añadiendo algunos otros,
como la aproximación respetuosa a la diversidad, las
relaciones interpersonales, los deberes y derechos
ciudadanos, las sociedades democráticas del siglo XXI, y
ciudadanía en un mundo global. Vistos los temas bajo su
titularidad, rotundamente digo que sí, que deben impartirse.
Dicho lo anterior, entonces me pregunto: ¿Por qué esta nueva
asignatura ha causado espanto en tantas familias? De
entrada, hemos de reconocer que la enseñanza en los últimos
tiempos viene caminando a la deriva del político de turno,
cuando en educación lo que se precisan son pactos de Estado.
Esto, desde luego, genera una desconfianza total por
principio. Parece como si las guerras ideológicas tuviesen
que librarse en las aulas. Todo se politiza y de ahí a caer
en el adoctrinamiento cuando se es poder sólo hay un paso.
En este sentido, la sentencia del Tribunal Supremo pienso
que ha venido a poner orden y seguridad.
La necesidad de una disciplina de este calado es primordial
para comprender y comprendernos unos a otros, en suma para
poder convivir. Ahora bien, no permite a los docentes
imponer a los alumnos criterios morales o éticos que son
objeto de discusión en la sociedad. Su contenido debe
centrarse en la educación de principios y valores
constitucionales. Esto creo que da protección a las
familias, que van a poder alzar su voz y recurrir a las
instancias judiciales, si fuese preciso e incluso con mayor
fundamento jurídico si cabe, ante una transmisión de
contenidos sectarios y adoctrinadores, tanto en los libros
de texto como por parte de los educadores.
En todo caso, educar en familia siempre será, ha de serlo,
de obligado cumplimiento, como también es un derecho
fundamental de los progenitores el poder educar según las
propias convicciones. El reconocimiento de la familia como
agente educador por excelencia no es tema de controversia.
Un profesor granadino, Antonio Rus Arboledas, en su obra
investigadora y concluyente “la magia de educar en casa,
razones de amor”, dirige sus esfuerzos precisamente, en la
dirección de dotar a las familias de elementos para
comprender la realidad y conductas de sus hijos y para
actuar ante situaciones más o menos problemáticas y que
normalmente aparecen como consecuencia del propio proceso de
desarrollo vital. La investigación, que recoge el citado
libro, pone de manifiesto que la intervención en el marco
familiar ha de ser tanto de educación como de apoyo
afectivo, remarcando que los esfuerzos educativos de mayor
productividad son aquellos realizados en los primeros años y
en las etapas de cambio-transición en el desarrollo,
insistiendo y acentuando que la influencia familiar es el
principal factor del aprendizaje de los alumnos. En
consecuencia, si la educación en casa fortalece sobre todos
los demás agentes educadores, como por otra parte suele
quedar patente en todos los estudios socio-psicopedagógicos,
nada hay que temer, esto dará pie para que los chavales
puedan discernir. Los que poseen el espíritu de
discernimiento saben cuanta diferencia puede mediar entre
dos palabras parecidas, según los lugares y las
circunstancias que las acompañen.
Tal vez lo más esperanzador de este revuelo social sea el
despertar de esas familias preocupadas por la formación
moral que puede injertar en los hijos la disciplina:
Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos. Esto
siempre es positivo, propiciar el debate educacional, ¡qué
mayor futuro que la educación!; eso sí, lejos de cualquier
partidismo político. El objeto de la educación no es hacer
juegos políticos para en el futuro cosechar adictos, es
formar personas aptas para gobernarse a sí mismos y no para
se gobernados por los demás, para sentirse libre y no
esclavo, para conquistar la virtud y el deseo de convertirse
en un ciudadano de valores y de hacerse valer. Es de esperar
que esa misma inquietud por esta asignatura, que estoy de
acuerdo puede ser demoledora en la conciencia del discente
si el enseñante no sigue las pautas que marca la norma y
rubrica la sentencia del Tribunal Supremo, y aún más letal
si la familia olvida el deber de educar en casa, se extienda
a otros ámbitos como es la calle, la televisión, Internet, e
inclusive otras disciplinas susceptibles de transmitir
doctrina. Por el hecho de haber dado la vida, los padres
tienen el derecho originario, primario e inalienable de
educar a los hijos; por esta razón ellos deben ser
reconocidos como los primeros y principales educadores.
Es bueno para toda la sociedad que los padres reivindiquen
sus derechos y deberes, impidan la intromisión en algo que
les pertenece, máxime cuando tenemos un sistema educativo
nefasto, partidista y aparcelado por autonomías, que hoy por
hoy lo único que genera es abandono y fracaso. La
importancia de educar en casa es vital. Es más fuerte que
nada y que nadie. Lo que en el hogar se enseña, jamás se
olvida; dice la sabiduría popular. Cuando menos es un
consuelo.
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