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OPINIÓN - DOMINGO, 25 DE ENERO DE 2009

 
ANÁLISIS

Miscelánea semanal

Por Manuel de la Torre


LUNES. 19


Paseo con Manolo Blasco por la Avenida de Sánchez-Prados, hablando de nuestras cosas, y nos tropezamos con Yolanda Bel y Celinia de Miguel. Hacemos un alto en el camino y aprovecho la ocasión para decirle a la consejera de Medio Ambiente lo mucho que me agradaría que se decidiera a posar de la misma manera que lo ha hecho Soraya Sáenz de Santamaría: su compañera de partido. Y cuando consigo que la risa aflore a sus labios, le digo que el martes le voy a pedir en una columna que atienda la petición de Antonio Barceló; quien regenta el Centro Gallego. Un restaurante que ha perdido más de la mitad de la clientela por quedarse sin aparcamiento. Su respuesta es que no puede hacer nada. Que se lo prohíben. Y entonces le explico la posibilidad que existe de permitir la entrada de coches en el patio de Las Murallas Reales, donde se encuentra situado el restaurante. Todo consiste en tener la voluntad de servir a los demás. Que es la misión sagrada de los políticos. Y creo entender que está dispuesta. Ojalá, cuando estas páginas salgan a la luz pública, se haya solucionado un asunto vital para que cinco familias puedan seguir trabajando.

MARTES. 20


La mañana es desapacible; hace frío y la gente no se para si no es necesario. Frente al edificio de La Telefónica veo a Serafín Becerra hablando con varias personas. Lo miro a escasa distancia sin que él pueda verme. Y decido no interrumpirle la conversación. Confieso, eso sí, que me ha dado mucha alegría verle. Puesto que hacía un mundo que ello no sucedía. Ahora bien, saludar a Serafín tuvo siempre su peligro. Darle la mano era exponerse a que te la dejara como una oblea. Alguien dijo una vez, allá en los comienzos de los 80, que dejarse estrechar la mano por este hombre era más peligroso que meter los dedos entre los barrotes de una jaula de tigres en régimen de adelgazamiento. Menuda personalidad la de Serafín cuando participaba en la política activa. Era un torrente de vitalidad a quien me parece estar viendo cuando las elecciones de octubre de 1982. No había manera de callarlo. Y a mí me agradaba sobremanera oírle decir lo que decía. De ahí que mis relaciones con él fueran siempre estupendas. En ocasiones, subía hasta el Monte Hacho para trabar conversación con él y cuando bajaba venía ya reconfortado. Al verle, frente al edificio de La Telefónica, he sentido nostalgia de aquel tiempo.

MIÉRCOLES. 21


Cada vez que veo a Juan Barrientos no tengo más remedio que pararme con él y echar una parrafada. Y es verdad que, en ocasiones, nos gusta recordar tiempos pasados. Sobre todo aquellos en los cuales compartíamos banquillo en el Alfonso Murube: como médico él, y yo como entrenador. Nunca he negado la ayuda que me prestó Juan en todos los sentidos. Lo cual ha sido una máxima en su vida con todo el mundo. Hoy, cuando nos encontramos, le digo que ya va siendo hora de que la gente del fútbol le dedique un homenaje. Algo que viene mereciendo desde hace ya muchos años. Me mira Juan, esboza una tímida sonrisa, y me responde que si yo soy dado a pedir cosas imposibles. Es la eterna canción: hay personas a las cuales jamás se les reconoce su entrega a las labores que realizan, a cambio de nada, y otras que, por arte de birlibirloque, reciben muestras de afectos, agasajos y distinciones. Más vale caer en gracia... Ay, el refranero. Aunque, mientras yo tenga los medios para hacerlo, le digo a Juan que nunca me cansaré de proclamar a los cuatro vientos su saber estar, su bonhomía, y su deseo incansable de servir a los demás.

JUEVES. 22


Muchas han sido las personas que me han parado para preguntarme sobre lo que está ocurriendo con el restaurante del Centro Gallego. Y a todas les he explicado lo que sé y que ellas han leído en la columna que le dediqué a Antonio Barceló, regente del negocio, el martes pasado. Pero hoy, alguien a quien le otorgo toda la confianza del mundo, me ha puesto al tanto de ciertas cosas relacionadas con un asunto que está tomando vuelos de tragedia. En principio, le digo que Yolanda Bel me confesó el lunes pasado, y así lo escribo en estas páginas, que la decisión de quitarle el aparcamiento a la Casa Gallega no era idea de ella. Que era una decisión tomada en las alturas. Pues bien, me responde la persona en la cual confío, dado que de ese negocio dependen cinco familias y las ventas han caído en picado. La última fue de cuarenta euros. Los trabajadores están pensando en tomar una medida de fuerza: encadenarse en el lugar para que la gente conozca su problema. Y todo porque se les niega el paso de vehículos en horarios de comida y cena. Una decisión que a mí, vuelvo a tomar la palabra, harto ya de ver actuaciones arbitrarias, me parece que está encaminada a aburrir a esas familias. Por orden de quien no le gusta que esté ahí la Casa Gallega. Sin que haya pensado lo más mínimo en la situación de precariedad que van a quedar esos trabajadores. Y, claro, comienzo a echar sapos y culebras por la boca. ¡No hay derecho, coño! ¡Basta ya de que siempre salgan perjudicados los más débiles!

VIERNES. 23


Roque Villalta Duarte es lector mío desde hace muchos años. Y ha gustado siempre de pararse conmigo para contarme la impresión que ha sacado de algunas columnas. La lectura es imprescindible para Roque. Es de los que piensan como lo hacía Montesquieu: “No habiendo tenido nunca un disgusto que una hora de lectura no me haya quitado”. A mi amigo también le gustan los toros. Y le apasiona todo cuanto se escriba al respecto. Días pasados, en uno de sus viajes a Ceuta, pues actualmente está viviendo en Algeciras, me habló de enviarme literatura taurina. Páginas y páginas repletas de anécdotas de un mundo que las propicia en cantidad. De modo que hoy, cuando he llegado el edificio donde disfrutamos de las instalaciones de este periódico, ya tenía en la recepción el regalo que me había prometido Roque. El mejor que puedan hacerme. Así que no me queda más que darle las gracias a quien, amén de soportarme como lector, es capaz asimismo de alegrarme la vida. Un abrazo, amigo. Ah, se me olvidaba: Roque me ha enviado además una carta tan afectuosa como bien escrita.

SÁBADO. 24

Alguien, que me conoce muy bien, me dice que se me nota demasiado a gusto cuando escribo del Hotel La Muralla. Y lleva razón. No en vano, en ese establecimiento he pasado muchas horas, durante muchos días de dos décadas. Eran otros tiempos y otro modo de alternar. Pero yo sigo frecuentando el Parador. Por lo bien que me tratan los empleados y porque me encanta recordar lo vivido allí. Así se lo he dicho a su director, Pedro Fernández Olmedo, en varias ocasiones. La última ha sido al comprobar las excelencias del llamado “Menú 80 aniversario”. Un menú compuesto por cuatro entretenimientos fríos, cuatro calientes y un postre de gritar. Y cada vez que me acuerdo, y me acuerdo muchas veces, aprovecho la ocasión para meter la siguiente cuña en cualquier reunión: ¿Habéis comido en el Parador La Muralla el Menú 80 aniversario? Y, a continuación, me pongo a hacerle el artículo. Mañana, si no me surge ningún contratiempo, tengo previsto volver a regalarme el ya reseñado menú...
 

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