LUNES. 19
Paseo con Manolo Blasco por la Avenida de
Sánchez-Prados, hablando de nuestras cosas, y nos tropezamos
con Yolanda Bel y Celinia de Miguel. Hacemos
un alto en el camino y aprovecho la ocasión para decirle a
la consejera de Medio Ambiente lo mucho que me agradaría que
se decidiera a posar de la misma manera que lo ha hecho
Soraya Sáenz de Santamaría: su compañera de partido. Y
cuando consigo que la risa aflore a sus labios, le digo que
el martes le voy a pedir en una columna que atienda la
petición de Antonio Barceló; quien regenta el Centro
Gallego. Un restaurante que ha perdido más de la mitad de la
clientela por quedarse sin aparcamiento. Su respuesta es que
no puede hacer nada. Que se lo prohíben. Y entonces le
explico la posibilidad que existe de permitir la entrada de
coches en el patio de Las Murallas Reales, donde se
encuentra situado el restaurante. Todo consiste en tener la
voluntad de servir a los demás. Que es la misión sagrada de
los políticos. Y creo entender que está dispuesta. Ojalá,
cuando estas páginas salgan a la luz pública, se haya
solucionado un asunto vital para que cinco familias puedan
seguir trabajando.
MARTES. 20
La mañana es desapacible; hace frío y la gente no se para si
no es necesario. Frente al edificio de La Telefónica veo a
Serafín Becerra hablando con varias personas. Lo miro
a escasa distancia sin que él pueda verme. Y decido no
interrumpirle la conversación. Confieso, eso sí, que me ha
dado mucha alegría verle. Puesto que hacía un mundo que ello
no sucedía. Ahora bien, saludar a Serafín tuvo siempre su
peligro. Darle la mano era exponerse a que te la dejara como
una oblea. Alguien dijo una vez, allá en los comienzos de
los 80, que dejarse estrechar la mano por este hombre era
más peligroso que meter los dedos entre los barrotes de una
jaula de tigres en régimen de adelgazamiento. Menuda
personalidad la de Serafín cuando participaba en la política
activa. Era un torrente de vitalidad a quien me parece estar
viendo cuando las elecciones de octubre de 1982. No había
manera de callarlo. Y a mí me agradaba sobremanera oírle
decir lo que decía. De ahí que mis relaciones con él fueran
siempre estupendas. En ocasiones, subía hasta el Monte Hacho
para trabar conversación con él y cuando bajaba venía ya
reconfortado. Al verle, frente al edificio de La Telefónica,
he sentido nostalgia de aquel tiempo.
MIÉRCOLES. 21
Cada vez que veo a Juan Barrientos no tengo más
remedio que pararme con él y echar una parrafada. Y es
verdad que, en ocasiones, nos gusta recordar tiempos
pasados. Sobre todo aquellos en los cuales compartíamos
banquillo en el Alfonso Murube: como médico él, y yo como
entrenador. Nunca he negado la ayuda que me prestó Juan en
todos los sentidos. Lo cual ha sido una máxima en su vida
con todo el mundo. Hoy, cuando nos encontramos, le digo que
ya va siendo hora de que la gente del fútbol le dedique un
homenaje. Algo que viene mereciendo desde hace ya muchos
años. Me mira Juan, esboza una tímida sonrisa, y me responde
que si yo soy dado a pedir cosas imposibles. Es la eterna
canción: hay personas a las cuales jamás se les reconoce su
entrega a las labores que realizan, a cambio de nada, y
otras que, por arte de birlibirloque, reciben muestras de
afectos, agasajos y distinciones. Más vale caer en gracia...
Ay, el refranero. Aunque, mientras yo tenga los medios para
hacerlo, le digo a Juan que nunca me cansaré de proclamar a
los cuatro vientos su saber estar, su bonhomía, y su deseo
incansable de servir a los demás.
JUEVES. 22
Muchas han sido las personas que me han parado para
preguntarme sobre lo que está ocurriendo con el restaurante
del Centro Gallego. Y a todas les he explicado lo que sé y
que ellas han leído en la columna que le dediqué a
Antonio Barceló, regente del negocio, el martes pasado.
Pero hoy, alguien a quien le otorgo toda la confianza del
mundo, me ha puesto al tanto de ciertas cosas relacionadas
con un asunto que está tomando vuelos de tragedia. En
principio, le digo que Yolanda Bel me confesó el
lunes pasado, y así lo escribo en estas páginas, que la
decisión de quitarle el aparcamiento a la Casa Gallega no
era idea de ella. Que era una decisión tomada en las
alturas. Pues bien, me responde la persona en la cual
confío, dado que de ese negocio dependen cinco familias y
las ventas han caído en picado. La última fue de cuarenta
euros. Los trabajadores están pensando en tomar una medida
de fuerza: encadenarse en el lugar para que la gente conozca
su problema. Y todo porque se les niega el paso de vehículos
en horarios de comida y cena. Una decisión que a mí, vuelvo
a tomar la palabra, harto ya de ver actuaciones arbitrarias,
me parece que está encaminada a aburrir a esas familias. Por
orden de quien no le gusta que esté ahí la Casa Gallega. Sin
que haya pensado lo más mínimo en la situación de
precariedad que van a quedar esos trabajadores. Y, claro,
comienzo a echar sapos y culebras por la boca. ¡No hay
derecho, coño! ¡Basta ya de que siempre salgan perjudicados
los más débiles!
VIERNES. 23
Roque Villalta Duarte es lector mío desde hace muchos
años. Y ha gustado siempre de pararse conmigo para contarme
la impresión que ha sacado de algunas columnas. La lectura
es imprescindible para Roque. Es de los que piensan como lo
hacía Montesquieu: “No habiendo tenido nunca un
disgusto que una hora de lectura no me haya quitado”. A mi
amigo también le gustan los toros. Y le apasiona todo cuanto
se escriba al respecto. Días pasados, en uno de sus viajes a
Ceuta, pues actualmente está viviendo en Algeciras, me habló
de enviarme literatura taurina. Páginas y páginas repletas
de anécdotas de un mundo que las propicia en cantidad. De
modo que hoy, cuando he llegado el edificio donde
disfrutamos de las instalaciones de este periódico, ya tenía
en la recepción el regalo que me había prometido Roque. El
mejor que puedan hacerme. Así que no me queda más que darle
las gracias a quien, amén de soportarme como lector, es
capaz asimismo de alegrarme la vida. Un abrazo, amigo. Ah,
se me olvidaba: Roque me ha enviado además una carta tan
afectuosa como bien escrita.
SÁBADO. 24
Alguien, que me conoce muy bien, me dice que se me nota
demasiado a gusto cuando escribo del Hotel La Muralla. Y
lleva razón. No en vano, en ese establecimiento he pasado
muchas horas, durante muchos días de dos décadas. Eran otros
tiempos y otro modo de alternar. Pero yo sigo frecuentando
el Parador. Por lo bien que me tratan los empleados y porque
me encanta recordar lo vivido allí. Así se lo he dicho a su
director, Pedro Fernández Olmedo, en varias
ocasiones. La última ha sido al comprobar las excelencias
del llamado “Menú 80 aniversario”. Un menú compuesto por
cuatro entretenimientos fríos, cuatro calientes y un postre
de gritar. Y cada vez que me acuerdo, y me acuerdo muchas
veces, aprovecho la ocasión para meter la siguiente cuña en
cualquier reunión: ¿Habéis comido en el Parador La Muralla
el Menú 80 aniversario? Y, a continuación, me pongo a
hacerle el artículo. Mañana, si no me surge ningún
contratiempo, tengo previsto volver a regalarme el ya
reseñado menú...
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