En épocas anteriores –no tan
lejanas- los padres delegaban en los maestros la principal
responsabilidad en la formación de sus hijos. Pero, conviene
recordar, que en sociedades más rígidas y autoritarias esta
delegación iba acompañada de la autorización y del respaldo
absoluto, hasta el extremo de que en el hogar eran apoyadas
todas las decisiones escolares por arbitrarias que estas
fueran. Hoy la tendencia se ha invertido, de tal manera que
los padres ejercen un papel inquisidor e incluso opositor
muy por encima de los legítimos derechos que les asisten.
No sólo los alumnos acosan a sus profesores. También hay
padres que contribuyen activamente al malestar extendido
entre el sufrido gremio docente. No pocas veces el padre o
la madre ven en ese conflicto una oportunidad de
“lucimiento” afectivo ante el hijo que le lanza las quejas y
reproches por su falta de atención u otro tipo de falta. De
esta manera demuestran a éste que es capaz de “batirse en
duelo” por él. Que a la hora de la verdad va a dar la cara
en su beneficio. Muchos actos violentos son el resultado de
una mala conciencia para buscar “congraciarse” con el hijo y
demostrarle “lo que es capaz de hacer por él”. Recuerdo un
incidente, a la salida de nuestro centro, que un padre, que
ni siquiera conocía al tutor de su hijo, que por indicación
de éste, sin mediar palabras algunas, intentó a agredir al
“culpable” de los males de tan conflictivo alumno. La
mediación de varios compañeros del tutor evitó la agresión.
En el Informe Estatal del Defensor del Profesor, 2008,
recientemente hecho público por un Sindicato de Trabajadores
de la Enseñanza, se constata que durante el curso 2006-07
las amenazas recibidas de padres y madres crecieron en un
24% respecto del año anterior. El que los casos sigan siendo
contados, no resta gravedad a un fenómeno que, alarmismo
aparte, viene a complicar más la ya de por sí atribulada
condición de los educadores.
Para los más pesimistas es un síntoma más del descalabro de
un sistema que hace agua por todas partes. Al fracaso
escolar, la violencia generalizada en las aulas y la caída
en picado de la calidad educativa, se suma la paulatina
pérdida de la autoridad de unos profesionales que en pocos
años han pasado de ser los intocables en la estructura
escolar, los poseedores de la vara de medir, a ocupar el
puesto de subalternos de unos operarios desamparados,
sometidos a los vaivenes de leyes erráticas y a los antojos
del resto de agentes, desde las administraciones hasta los
propios alumnos. El Informe Estatal del Defensor del
Profesor reclama en este sentido, la recuperación de la
autoridad perdida mediante leyes que impongan severos
castigos a los agresores, en la línea ya trazada por algunas
recientes sentencias judiciales. A efectos penales, el
profesor goza hoy de la misma condición que un agente del
orden y, en consecuencia, cualquier acto de violencia contra
su persona puede estar castigado con un mínimo de un año de
cárcel.
Pero tipificar como atentado las agresiones contra los
profesores, no va a resolver un problema que hunde sus
raíces en los cambios culturales. Una sociedad descuidada
del papel de la educación, poco dispuesta a fomentar los
valores positivos del esfuerzo y el aprendizaje, empeñada en
destruir fuera de las aulas lo que se va construyendo en
ellas, difícilmente cerrará la grieta que a menudo se abre
entre las dos principales referencias de la autoridad del
niño: sus progenitores por un lado y sus maestros por otros.
Lo que antes era cooperación, ahora es desconfianza. El
recelo y la discordia han sustituido a la confianza mutua.
Pero, ¿de qué se quejan los docentes? Una de las quejas más
generalizadas apunta a la dejadez paterna en lo que es la
preocupación por los estudios de sus hijos. Por el otro lado
la gran mayoría de padres y madres atribuyen la mala
educación de sus hijos a la supuesta indisciplina que se han
enseñoreado de unos colegios donde los profesores consienten
todo tipo de desmadres con tal de no tener problemas con sus
alumnos.
Por todos es deseable que esa actitud de los padres
redundaría en la mejora del hecho educativo. Conduciría, por
otra parte a una mayor presencia de la familia y la
consiguiente implicación en decisiones académicas y
pedagógicas del centro, aportando puntos de vista
enriquecedores, como el ofrecimiento de más información
acerca de cada alumno en particular, conformando, en fin,
una tan deseada y verdadera “comunidad educativa”. Pero las
estadísticas, como hemos visto anteriormente, siguen
denunciando una preocupación desoladora: esa crítica no se
traduce en una participación positiva en las decisiones
escolares.
La realidad es la siguiente: a las reuniones con los
orientadores y tutores asiste una porción mínima de padres y
madres. Su presencia en asociaciones y órganos de
representación no supera el diez por ciento. Los principales
perjudicados por este divorcio entre familia y escuela son
indudablemente los hijos.
Los padres y madres violentos encarnan la parte más
inquietante del fenómeno. En las conclusiones del Informe
del defensor del Profesorado se insiste en “la tarea
irrenunciable” de los padres en la educación de sus hijos,
así como en la exigencia de colaboración de aquellos con los
docentes y en la necesidad de una mayor protección legal del
profesorado…
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