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OPINIÓN - MARTES, 20 DE ENERO DE 2009

 

OPINIÓN / EL MAESTRO

¿Divorcio entre familia y escuela?
 


Andrés Gómez Fernández
andresgomez@elpueblodeceuta.com

 

En épocas anteriores –no tan lejanas- los padres delegaban en los maestros la principal responsabilidad en la formación de sus hijos. Pero, conviene recordar, que en sociedades más rígidas y autoritarias esta delegación iba acompañada de la autorización y del respaldo absoluto, hasta el extremo de que en el hogar eran apoyadas todas las decisiones escolares por arbitrarias que estas fueran. Hoy la tendencia se ha invertido, de tal manera que los padres ejercen un papel inquisidor e incluso opositor muy por encima de los legítimos derechos que les asisten.

No sólo los alumnos acosan a sus profesores. También hay padres que contribuyen activamente al malestar extendido entre el sufrido gremio docente. No pocas veces el padre o la madre ven en ese conflicto una oportunidad de “lucimiento” afectivo ante el hijo que le lanza las quejas y reproches por su falta de atención u otro tipo de falta. De esta manera demuestran a éste que es capaz de “batirse en duelo” por él. Que a la hora de la verdad va a dar la cara en su beneficio. Muchos actos violentos son el resultado de una mala conciencia para buscar “congraciarse” con el hijo y demostrarle “lo que es capaz de hacer por él”. Recuerdo un incidente, a la salida de nuestro centro, que un padre, que ni siquiera conocía al tutor de su hijo, que por indicación de éste, sin mediar palabras algunas, intentó a agredir al “culpable” de los males de tan conflictivo alumno. La mediación de varios compañeros del tutor evitó la agresión.

En el Informe Estatal del Defensor del Profesor, 2008, recientemente hecho público por un Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza, se constata que durante el curso 2006-07 las amenazas recibidas de padres y madres crecieron en un 24% respecto del año anterior. El que los casos sigan siendo contados, no resta gravedad a un fenómeno que, alarmismo aparte, viene a complicar más la ya de por sí atribulada condición de los educadores.

Para los más pesimistas es un síntoma más del descalabro de un sistema que hace agua por todas partes. Al fracaso escolar, la violencia generalizada en las aulas y la caída en picado de la calidad educativa, se suma la paulatina pérdida de la autoridad de unos profesionales que en pocos años han pasado de ser los intocables en la estructura escolar, los poseedores de la vara de medir, a ocupar el puesto de subalternos de unos operarios desamparados, sometidos a los vaivenes de leyes erráticas y a los antojos del resto de agentes, desde las administraciones hasta los propios alumnos. El Informe Estatal del Defensor del Profesor reclama en este sentido, la recuperación de la autoridad perdida mediante leyes que impongan severos castigos a los agresores, en la línea ya trazada por algunas recientes sentencias judiciales. A efectos penales, el profesor goza hoy de la misma condición que un agente del orden y, en consecuencia, cualquier acto de violencia contra su persona puede estar castigado con un mínimo de un año de cárcel.

Pero tipificar como atentado las agresiones contra los profesores, no va a resolver un problema que hunde sus raíces en los cambios culturales. Una sociedad descuidada del papel de la educación, poco dispuesta a fomentar los valores positivos del esfuerzo y el aprendizaje, empeñada en destruir fuera de las aulas lo que se va construyendo en ellas, difícilmente cerrará la grieta que a menudo se abre entre las dos principales referencias de la autoridad del niño: sus progenitores por un lado y sus maestros por otros. Lo que antes era cooperación, ahora es desconfianza. El recelo y la discordia han sustituido a la confianza mutua.

Pero, ¿de qué se quejan los docentes? Una de las quejas más generalizadas apunta a la dejadez paterna en lo que es la preocupación por los estudios de sus hijos. Por el otro lado la gran mayoría de padres y madres atribuyen la mala educación de sus hijos a la supuesta indisciplina que se han enseñoreado de unos colegios donde los profesores consienten todo tipo de desmadres con tal de no tener problemas con sus alumnos.

Por todos es deseable que esa actitud de los padres redundaría en la mejora del hecho educativo. Conduciría, por otra parte a una mayor presencia de la familia y la consiguiente implicación en decisiones académicas y pedagógicas del centro, aportando puntos de vista enriquecedores, como el ofrecimiento de más información acerca de cada alumno en particular, conformando, en fin, una tan deseada y verdadera “comunidad educativa”. Pero las estadísticas, como hemos visto anteriormente, siguen denunciando una preocupación desoladora: esa crítica no se traduce en una participación positiva en las decisiones escolares.

La realidad es la siguiente: a las reuniones con los orientadores y tutores asiste una porción mínima de padres y madres. Su presencia en asociaciones y órganos de representación no supera el diez por ciento. Los principales perjudicados por este divorcio entre familia y escuela son indudablemente los hijos.

Los padres y madres violentos encarnan la parte más inquietante del fenómeno. En las conclusiones del Informe del defensor del Profesorado se insiste en “la tarea irrenunciable” de los padres en la educación de sus hijos, así como en la exigencia de colaboración de aquellos con los docentes y en la necesidad de una mayor protección legal del profesorado…
 

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