No sé si para educar a un niño hace falta toda la tribu,
como dice el proverbio africano, pero no dudo de que los
mensajes coincidentes entre escuela y familia y, dentro de
ésta, la complementariedad de la presencia paterna y
materna, son determinantes para que el niño crezca seguro,
alegre y cabal. Curiosamente, conforme más acentúan los
expertos la importancia de los vínculos parentales en la
primera infancia, más insistimos en la escolarización de los
neonatos y en el apoyo económico a las madres trabajadoras,
como si fuera insensato y retrógrado fomentar una mayor
presencia paterna y materna en el hogar. Nos gustan mucho
los niños, sí, pero preferimos vivir a toda prisa, delegando
aquí o allá nuestras responsabilidades educativas hacia
ellos.
Es difícil y canso, cierto es. Frente al guirigay doméstico,
a veces el centro de trabajo es un remanso de paz, pura
vacación. Los niños crecen desafiando los límites que se les
marcan y estamos viviendo tiempos de gran confusión al
respecto: con muy buena intención, en muchos casos,
confundimos el afecto con la permisividad y vamos
comprobando qué estropicios se producen en el ámbito
alimentario, en el de las pantallitas tecnológicas, en los
hábitos de consumo, estudio, higiene, orden y relaciones
interpersonales. Aunque es difícil contener el narcisismo
ambiental de una época en la que los niños se creen
merecerlo todo por derecho propio, cuando hay un padre y una
madre que actúan al alimón, intercambiando los roles de
bueno y malo, cómplices y unánimes en las cuestiones
principales, aumentan enormemente las posibilidades de que
hijos y padres disfruten de su relación entre bronca y
bronca, entre juerga y juerga.
Ciertamente, hay muchos casos en que las referencias
parentales tradicionales no existen por múltiples motivos y
la naturaleza es suficientemente sabia como para posibilitar
que todo pueda ir bien aunque falten progenitores biológicos
o ejerzan de tales los que no lo son, siempre y cuando haya
afecto y atención suficiente. Falte quien falte, todo puede
funcionar mientras no se fuerce a la criatura a elegir antes
de tiempo entre afectos imprescindibles, mientras la
división de los progenitores no propicie que el niño se
convierta en un experto e indefenso chantajista emocional.
Es a estas situaciones a las que quiero referirme como
divorcio de los hijos: a las maneras en que la separación de
los padres puede seguir multiplicando sus perjuicios en la
vida de los hijos.
No pretendo afirmar que el divorcio sea perjudicial por sí
mismo. Creo que la hipocresía, el resentimiento o el fracaso
conyugal de una familia aparentemente unida pero rota por
dentro puede ser tan o más dañino que la separación. Lo que
considero muy perjudicial en los divorcios con hijos es que
éstos se conviertan en el campo de batalla en el que sus
padres desangran rencores, orgullos, revanchas emocionales y
otras porquerías. Dicen algunos sociólogos que los divorcios
aumentan igual que nuestra costumbre de no reparar los
aparatos que se nos estropean; cambiamos de pareja como de
móvil, coche o lavadora, desestimando la posibilidad de
recomponer nuestras relaciones, como si pudiéramos evitar la
presencia de nuestro ‘ex’ en nuestros hijos. Si quienes
toman la decisión de divorciarse fueran un poco más
conscientes de que su relación va a continuar de por vida a
través de los hijos comunes, tal vez considerarían con más
frialdad cuáles son, a la larga, los escenarios de
convivencia y relación preferibles para todos, más allá de
la inmediata inercia española de atribuir casi
automáticamente la guarda y custodia de los niños a la
madre.
La situación tiende a ser endemoniada; normalmente, cuando
el divorcio es reciente y los niños son pequeños, los ex
cónyuges tienen frescas sus heridas emocionales y se hace
deseable una distancia entre ellos que puede resultar muy
dolorosa para los hijos. Al pasar de los años, asentada la
distancia emocional de los divorciados, los hijos
adolescentes pueden chantajear su afecto filial para
esquivar los conflictos con uno y con otro y valerse de la
incomunicación de sus padres para desarrollar todo tipo de
artes (mentiras, ocultaciones, irresponsabilidades,
duplicaciones, etcétera) nacidas de la dejadez adulta.
Tengan la edad que tengan, cuando es uno de los progenitores
quien tiene la guarda y custodia, todo lo que sale mal puede
ser responsabilidad del otro. Desde las carencias económicas
hasta los hábitos de colaboración doméstica, el rendimiento
escolar o los horarios del fin de semana, todo puede ser
enfocado como un desistimiento de quien no tiene la custodia
-¿para unas horas que está con sus hijos, les consiente
todo!- o como una impericia de quien la tiene.
Cuando el padre o la madre no existen, el niño no tiene otra
que aceptar lo que hay; pero cuando el padre o la madre
están cerca, como posible opción de recambio o incluso
encantados de que las cosas vayan mal, alimentando
comentarios hirientes hacia la figura del otro u ofreciendo
a las criaturas la opción de irse con él o ella cuando hay
conflicto, el daño en la personalidad de los hijos puede ser
muy grande y manifestarse, antes o después, en
comportamientos de alto riesgo psicológico o social. Los
estragos que haya podido producir la separación en los niños
pueden incitar a los adultos a actuar con una complacencia y
unilateralidad que, lejos de paliar las dificultades, puede
intensificarlas al fomentar el victimismo y el ventajismo
con el que algunos hijos intentarán sobreponerse a la
conflictividad entre sus padres.
Más allá del debate sobre la entidad clínica que tenga el
llamado Síndrome de Alienación Parental (SAP), no me caben
dudas de que las corrientes afectivas internas de la familia
divorciada crean situaciones muy delicadas, tanto en los
adultos como en los hijos, casi siempre referidas al
siniestro ‘cuanto peor, mejor’. La inmadurez emocional de
los adultos es cosa nuestra pero la obligación de tutelar el
bienestar de nuestros hijos ha de ponerse en primer plano,
por difícil que pueda resultar.
Supongo que a este conjunto de problemas se refiere la
iniciativa de la Generalitat catalana para modificar el
Código de Familia en lo que se refiere a promover la
custodia compartida. Que los jueces de familia hayan de
considerar «la actitud de cada uno de los progenitores para
cooperar con el otro para asegurar la máxima estabilidad de
los hijos» o el llamado ‘plan de parentalidad’ que obligue a
los padres a definir la convivencia con los hijos tras la
separación, parecen ser medidas proclives a evitar que a los
daños de la propia separación se sumen los perjuicios que
puedan padecer los hijos cuando quedan a merced de los
‘malos rollos’ de sus padres.
Ahora bien, en la citada propuesta catalana, de cuya
acertada inspiración no dudo, se establece que los jueces
atribuyan la custodia compartida de manera ‘preferente’
cuando no haya acuerdo en las condiciones de separación o
divorcio. Ojalá sea un matiz semántico o una incomprensión
por mi parte, pero me cuesta imaginar qué tipo de infierno
puede ser una custodia compartida a la tremenda, por
imperativo legal. Ojalá que la custodia compartida sea, por
el contrario, el aliciente que ayuda a la pareja a
divorciarse de mutuo acuerdo.
(*) Abogado.
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