Si desde hace varios años, por
estas fechas, suelo yo escribir de los parados, cómo no iba
a hacerlo en este 2009 del que no cesan de decirnos que será
mareante el número de desempleados. Como si no merecieran
tal calificativo las cifras ya existentes: tres millones de
personas sin trabajo.
Todo un drama que se instala en innumerables hogares y que
cambia la vida de incontables familias. Del pánico de los
parados se suele hablar poco y quienes lo hacen, a veces, no
son precisamente personas que hayan pasado por semejante
trance. Un mal trance cuya dureza deja heridas que ni el
paso del tiempo consigue cicatrizarlas debidamente.
Vivir como parado no es vivir. Es una situación que
desasosiega a quien se queda sin empleo. Resulta tristemente
trivial en insistir en la transformación que sufren las
personas condenadas a salir cada mañana a la búsqueda de un
trabajo.
Porque más allá de la inquietud material, el hombre privado
de trabajo experimenta una angustia indecible. Se vuelve
huraño, irritable, susceptible... Se le acumulan los
culpables de su mala situación; duda de sí mismo y de su
capacidad. Y un malestar bronco se va apoderando de él.
Todo ello lo pone en disposición de sentirse aludido ante
cualquier comentario. Y, claro, salta a las primeras de
cambio, herido en su amor propio, consiguiendo que a su
alrededor estallen las discusiones por cualquier quítame
allá esas pajas. Los hay, no pocos, que tienen un concepto
muy distinto de quienes están en el paro.
Pues uno que lo ha vivido, aún recuerda de aquel tiempo la
cola ominosa que se formaba ante la oficina donde se acudía
a cobrar el subsidio de desempleo. Y cómo la gente pasaba y
se quedaba mirando despectivamente a los componentes de la
fila. Los había cuyas miradas parecían destilar veneno
contra quienes dependíamos, en esos momentos, sólo de la
ayuda económica.
Un hombre sin trabajo va de un lado a otro por la casa como
un perro abandonado. Y sale a la búsqueda de un empleo cada
día y cada día que pasa sin encontrarlo regresa a su
domicilio convertido en un fracaso. Un fracaso diario que
sólo puede paliar en gran medida su mujer. Los hay que
tienen suerte, pero otros perciben la más absoluta soledad.
Y llegan a un punto en que no saben lo que hacer. Y aunque
la mejor recomendación sea que guarden la cordura y procuren
adaptar la vida a las circunstancias negativas por las que
atraviesan, no todas las personas consiguen mantener la
calma.
Un varón sin trabajo se siente casi emasculado. O sea, como
si estuviera castrado. No olvidemos que el mundo del trabajo
ha sido concebido, organizado y construido por los hombres.
Y hasta hace nada, éramos nosotros los que controlábamos
casi exclusivamente su funcionamiento, arrogándonos todos
los mandos. Las mujeres trabajaban, ciertamente, pero en la
casa. Eran muy pocas las que tenían acceso a las
responsabilidades.
El martes pasado, un hombre se acercó a mí para decirme que
si podía interceder por él ante una autoridad con
posibilidades de colocarle. Y, mientras me explicaba su
situación de parado, pude comprobar que su mirada estaba
asediada por la tristeza. Por la inseguridad y por un miedo
irracional: El pánico de los parados.
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