El pasado mes de diciembre, la
prestigiosa editorial Espasa daba a la luz una interesante
obra del filósofo Antonio Escotado, “Los enemigos del
comercio”, en el que el incisivo y acreditado autor daba un
repaso a lo largo de sus 600 paginas a la colusión histórica
entre Economía, Religión y Filosofía, aportando provocadoras
claves: “El comercio me parece civilizado, aunque sea
hortera y ladrón. SI la humanidad opta por el comercio opta
por la paz, aunque también lo sea por la mediocridad y el
engaño”. En su libro, Escohotado aborda el fenómeno de
aquella secta judía que alteró la quietud ideológica del
poderoso Imperio Romano levantando la bandera del
“pobrismo”, volviendo el autor a lanzar el aguijón viniendo
a definir a Cristo como el primer comunista: “Que me digan
si Marx o Lenin le han puesto una coma al sentimiento
clásico de los Evangelios”. Tesis que, como veremos, no es
nueva.
Escohotado no hace sino reinterpretar a Nietzsche y su
“moral de esclavos”, en referencia al Cristianismo
populista, haciendo también suyas las tesis ya lanzadas por
el reputado ensayista e historiador anglosajón Arnold J.
Toynbee, quien consideraba como síntomas de la decadencia de
una sociedad, en este caso el Imperio Romano del siglo IV en
un análisis de rabiosa actualidad y atractivamente
extrapolable, la presión conjunta de dos proletariados: uno
externo, representado por las presiones migratorias de los
pueblos “bárbaros” y otro interno, incardinado por las
distintas religiones presentes en la sociedad romana al
margen de los cultos oficiales, de las que el Cristianismo
(incorporado finalmente –y con carácter exclusivista- al
panteón del Estado por Constantino El Grande, tras el Edicto
de Milán y el infumable y apañado Concilio de Nicea) fue
paradigma antes de limársele sus rasgos mesiánicos y
subversivos. Ya en 1921, Ch. Guignebert adelantaba la
semejanza del cristianismo con el anarquismo (“El
Cristianismo antiguo”, edición del FCE de México,
reimpresión de 1983, págs. 165 y ss): “El Estado casi no
advirtió el peligro social que parecía encerrar el
Cristianismo hasta el transcurso del siglo III; pero empezó
a juzgarlo como una especie de anarquismo”. El alemán Karl
Kautsky, en sus “Orígenes y Fundamentos del Cristianismo”
(el volumen que manejo está publicado por la Editorial
Latina, si bien la obra fue rematada en el Berlín de 1908),
no dudaba en escribir que “El cristianismo es, por supuesto,
en su origen un movimiento de los pobres como el socialismo
y ambos tienen, por consiguiente, muchos elementos en
común…” (pág. 420). Más recientemente, Gonzalo Puente Ojea
(“La formación del cristianismo como fenómeno ideológico”,
Siglo XXI, Madrid 1974) describía, magistralmente, el paso
del cristianismo como una secta judía insurgente a un
movimiento ideológico, en el seno del Imperio Romano,
conservador y conformista. Una interesante inflexión sobre
la que meditar.
Engels, en su introducción escrita en 1895 a la famosa obra
de Marx sobre “Las luchas de clases en Francia de 1848 a
1850”, comentaba: “Hace casi mil seiscientos años operaba en
el Imperio Romano un peligroso partido revolucionario (…)
carecía de patria, era internacional; se propagó (…) aun más
allá de los límites del Imperio”. A mí esta descripción me
suena vagamente familiar, aunque naturalmente cambiando los
actores. ¿No les parece?.
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