Tras los largos días de fiesta,
diversión y derroche económico (pero menos), un nuevo frente
se abre ante las narices, nunca mejor dicho, de todos los
componentes de mi familia y de no pocas familias de amigos.
He escrito de narices, porque precisamente de narices va la
cosa.
Uno ve que la cabeza empieza a estar un poco rara, como si
realmente no supiera estar en su sitio, eso es encima de los
hombros.
Después de que uno sienta la cabeza un poco rara, no tarda
nada en instalarse en ella un sentido intangible que tiene
el nombre de dolor. Un dolor que se expande por todas y cada
una de las células grises del cerebro causando desconcierto
e inseguridad, haciendo peligrar a veces la verticalidad de
uno.
Viene luego de sentirse con la cabeza un poco rara y con un
dolor “in crescendo”, un picor que se va expandiendo por
toda la tráquea y que tiene su inicio en la punta más
meridional de los pulmones. Ese picor alcanza el gaznate a
velocidad de vértigo y sale por la boca, después de hacer
temblar los dientes, muelas y lengua, a toda velocidad
convertido en una explosión de catastróficas consecuencias
para el medio ambiente.
Esa explosión tiene un nombre: tos. Esa tos no es por culpa
de fumar, que quede claro.
Luego de que uno haya tosido unas cuantas veces con el
consiguiente desequilibrio emocional (se pone uno perdido de
mocos y lágrimas) y físico, el cuerpo no tarda en reaccionar
y llama al 112 interno para que corran a defenderlo. Lo malo
es que con tantas carreras calientan las pistas y la
temperatura del cuerpo asciende de manera ultrasónica. A
esto se llama tener fiebre, todavía no como la de un
caballo.
Al sentir uno que la fiebre le está quemando los
epiteliales, nota poco a poco que los músculos no aguantan
tanta tensión térmica y comienzan a formar “bolos” unos con
otros hasta dejar las extremidades hechas puros sacos de
boxeador.
Llega un momento que no hay más remedio que tumbarse a la
bartola, con fiebre eso sí, y no hacer nada más que utilizar
el pañuelo de papel -¡qué tiempos aquellos en que se
guardaban los mocos en los bolsillos de pantalones y
chaquetas!, ¡qué asco!- y capear el temporal en forma de
toses de cualquier manera.
Los medicamentos no harán absolutamente nada. El virus que
entra por las narices es totalmente inmune a las medicinas.
Me estoy refiriendo, como Vds. ya sabrán, a la famosa y poco
popular gripe. Un vehículo infeccioso que nunca será
vencido; porque si lo fuera arruinaría a miles de
laboratorios farmacéuticos e incrementarían el paro.
Muchos confunden resfriados o catarros con gripes y no es
correcto eso. La gripe es mucho más que un goteo constante
de expectoraciones.
Uno ha tratado, a lo largo de su vida, de encontrar una
solución para detener el proceso gripal y jamás lo ha
conseguido. Solo se ha tenido que seguir el curso natural de
evolución del maldito virus, de siete a diez días, que con
las toses va expulsado a sus hijos para que se busquen la
vida en narices cercanas. Hasta que envejece y muere. Su
ataúd es un moco duro que es arrojado a las procelosas aguas
del retrete.
Mientras, los hijos recorren el mundo de nariz en nariz,
hasta que un hijo de los hijos de aquel virus que me invadió
vuelve a posar su cuerpo en uno de los huecos de mi nariz y
vuelta a repetir el proceso. Así indefinidamente.
Igual que los bancos. Aunque menos ladinos.
Bueno, creo que la fiebre gripal me ha hecho escribir este
desvarío… o parece ser que me estoy volviendo blandengue y
aburguesado por arriba. Pero lo cierto es que mis dedos ya
no son como los de antes. Son otros. Extraños en mis manos.
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