Durante los muchos días que no he
escrito en este oasis, he podido comprobar, una vez más, que
los lectores necesitan que alguien les cuente las cosas de
manera que les produzca la sensación de que no están leyendo
una hoja parroquial.
De no ser así, la opinión resulta inane. Carente de todo
interés. Con lo cual no hace falta ser un lince para llegar
a la conclusión de que es una pena escribir porque sí; o
sea, por el mero hecho de participar como articulista y
darse el pote correspondiente. Y si encima los hay que ganan
unas pesetas, a cambio de lo que hacen, pues miel sobre
hojuelas. Pero esa postura es tan desagradable como cínica.
La columna es una impresión. Y, por tal motivo, es
subjetiva. La columna ha estado sometida siempre a la
censura en todos los periódicos. Y no ha habido columnista,
desde que se pusiera de moda crear opinión, que no haya sido
persuadido para que no publicara su manera de pensar acerca
del político fulanito o de tal institución o empresario de
turno. Y, tras las buenas palabras, si el escritor no cedía,
llegaba la censura en toda regla.
Un censor de cuando gobernaba en España el general Primo
de Rivera, llamado Villagómez, le contaba a
César González Ruano, que para los periodistas siempre
era mejor un censor que un fiscal. Y que pudo quedar la
censura reducida a lo que siempre debió de ser: “una
intervención, incluso cordial, en aquello que pudiera
perturbar al Estado o que afectara al orden internacional.
Nunca servir de tapadera a lo particular, a las empresas;
nunca tener que amparar a un político, ni aunque fuera del
Gobierno”.
Las declaraciones de aquel censor de una dictadura, hechas
en octubre de 1930, deben verse, al menos yo las veo así,
como las de alguien que en esta época hubiera tenido mucho
más problemas para realizar su tarea. Dada su forma de
pensar. Porque hoy, sin duda, lo fácil es que cualquiera
critique al Estado y se refiera al orden internacional con
absoluta de certeza de cuanto acontece en semejante
menester, sin que haya editor que sienta la necesidad de
llamarle la atención o le pida que le aclare en qué se basa
para expresarse así.
Lo difícil, actualmente, radica en airear lo tramposo que
son algunos políticos, los tejemanejes de ciertas empresas,
y, por supuesto, que tal o cual personaje está viviendo a
cuerpo de rey. Por arte de birlibirloque. Y uno entiende,
cómo no, las razones por las que los editores, unas veces
directamente y otras por medio de sus directores o gerentes,
tratan por todos los medios de evitar que ciertas personas
vean dañada su imagen por publicarse sus malas actuaciones,
si con ello piensan que puede padecerlo la cuenta de
resultados. Lo cual es lógico. Pese a que uno no se resigna
a aceptar semejante realidad.
Ahora bien, los editores, concretamente los de medios
provinciales, han de tener algo muy claro, si no quieren
exponerse a contratiempos que se ven venir: que los
periódicos sigan leyéndose cada vez menos porque ellos se
empeñen en reducirlos a que sean simples botafumeiros de los
gobernantes. Una actitud que tampoco beneficia a los
políticos, teniendo en cuenta que las críticas en internet
son cada vez más y no cesan de aumentar los versos sueltos.
Siempre peligrosos por estar incontrolados. Busquemos el
término medio. Y que los censurados lo sigan siendo por
vocación.
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