HACE 15, o mejor, 20 años, hacer una crónica de ambiente del
Día de Reyes hubiera sido más sencillo. Bastaba simplemente
con echarse a las plazas y parques y meter la grabadora a
los padres y los niños y preguntarles por qué les habían
regalado, la cara de felicidad que pusieron, si consiguieron
conciliar el sueño la noche pasada, si Sus Majestades se
comieron el colacao con pastas, etc, etc, etc.
Sin embargo, entrados como estamos en el siglo XXI,
evidentemente no basta, porque ayer las plazas de Ceuta y
los bajos de La Marina no albergaban los suficientes niños
para pensar que los Reyes Magos de Oriente hubieran pasado
por todas las casas; y entrevistar a esos niños y sus padres
como si esa parte fuese el todo dejaría al margen a esa gran
cantidad de pequeños que este 6 de enero, como los
anteriores, jugaron en el salón de casa, que estaban
ansiosos por enchufar la consola y comenzar a salvar al
mundo en una realidad virtual.
Lo cierto es que en la plaza de los Reyes a las doce y media
de la mañana de ayer había tan sólo tres niños, dos en
bicicletas y uno en patines; y que en La Marina se podía
intuir que perfectamente podía ser casi como cualquier día
festivo en el que los niños juegan al fútbol o al
baloncesto.
Vídeojuegos y consolas han liderado, según los estudios a
este respecto, las demandas a los Reyes Magos en 2009 –y
también lo hicieron en 2008–, por delante de muñecas que
hablan o cantan y peluches que hacen ruidos gracias también,
eso sí, a chips electrónicos.
La revolución digital ha cambiado y seguirá cambiando
nuestros hábitos de vida. El apagón analógico es una
realidad ya: del teléfono fijo al celular, del walkman al
IPOD, de la cámara de fotos con carrete por revelar al móvil
que capta imágenes de gran resolución, del sobre con
remitente al e-mail, del disco de vinilo a un archivo
comprimido en mp3 en el ordenador, del álbum de fotos al
face book, del diario personal al blog, de comprar en la
tienda al E-bay...
Los gustos de los niños no escapan a nuevas tendencias de
diversión con tecnología punta. No se trata de juzgar si
antes jugar era más sano que ahora. No hay vuelta atrás,
porque ningún niño pedirá en nuestos días una peonza en su
carta a los Reyes. Los chicos de hoy en día tienen la
posibilidad de experimentar virtualmente lo que es
infiltrarse en las líneas enemigas con un subfusil de asalto
liquidando nazis, talibanes, comunistas locos o
extraterrestres con oscuras intenciones.
En mi patio, allá en los años 80, iniciábamos guerras de
castañas con otras comunidades de vecinos para saber qué se
sentía en una batalla. Hubo tres grandes guerras púnicas de
la castaña en un sombrío parque poco transitado; y el
balance final fue que un chico de mi barrio casi pierde un
ojo y a otro del bando contrario un politoxicómano le abrió
la cabeza de un ladrillazo porque no le dejaban colgarse a
su gusto. Ahora, a ningún grupo de chavales se les ocurriría
una cosa semejante. En el siglo XXI quedan en red y salvan
virtualmente a la humanidad o ganan el Mundial de fútbol.
Las sensaciones son las mismas, pero más seguras que antaño.
Sin embargo, en la realidad virtual queda el poso, una vez
desconectada la consola, de la levedad de lo vivido. No es
real, al fin y al cabo.
Siempre habrá gustos, pero no es lo mismo golpear con el pie
un balón a que lo haga un Leo Messi pixelado en la pantalla
de una televisor de plasma porque uno ha pulsado el botón
correcto.
Hablo, además, con conocimiento de causa, porque, por mi
edad, yo viví desde el comienzo la evolución de los
vídeojuegos. Al principio, acudíamos a salas recreativas o a
bares. Toda la panda del barrio cruzábamos la carretera y
metíamos por la ranura 25 pesetas para echar una partida al
Golden axe o al Street fighter –el primero de todos–. Tenías
diversión durante unos diez minutos, luego te tocaba ver
jugar a otro y esperar la cola. Al final te marchabas cuando
habías gastado las 100 pesetas, los cuatro créditos.
Luego llegaron los ordenadores personales de 64 y 128 kas.
Subíamos a casa del afortunado y cargábamos durante un
cuarto de hora una cinta magnética que hacía un ruido
horroroso para echar una partida que no duraba más de cinco
minutos. Perdíamos y rebobinábamos la cinta para empezar de
nuevo. A los pocos días la cinta estaba tan hecha polvo que
ya no funcionaba. De ahí se pasó a los diskettes, mucho más
fiables.
Llegaron al mercado las primeras consolas Game Boy, a las
que jugábamos en el patio al Mario bros. o al Tetris, con un
alto índice adictivo –una vez llegué tarde y todo sudado a
un examen de recuperación en el colegio por intentar pasar
uno de los niveles–.
Después aparecieron las consolas de mesa con una evolución
en los videojuegos que llegan a parecer auténticos
simuladores de la realidad. No me extraña que gusten y
generen adicción cuando aumentan la presión sanguínea,
dilatan las pupilas y oleadas de dopamina y adrenalina
recorren las áreas del cerebro.
Sin embargo, tienen un gran inconveniente. En los años 90,
cuando era veinteañero y estaba en el paro, me pasaron un cd
en el que había escrito con un rotulador permanent la
palabra Comandos... y me pasé un mes enganchado a ese
perverso juego. Apenas dormía y comía y en sueños se me
aparecían el boina verde, el espía y los soldados alemanes.
Hasta que no finalicé todas las misiones del maldito juego
no pude volver a la realidad. ¿Qué ocurrió cuando lo
terminé? Me puso muy triste la insoportable levedad de esos
pasatiempos. Mi conclusión: que fue una pérdida de tiempo,
que nada de lo que hice durante ese mes fue real; que no
dinamité ningún tren nazi ni ayude a ganar la Segunda Guerra
Mundial. Sin embargo, las tres guerras púnicas de la castaña
sí que existieron, sí que puedo recordarlas y hablar de
ellas cuando me encuentre con alguno de los soldados que
participaron en ellas y que lograron licenciarse.
En 2005, la PlayStation 3 se publicitaba con una famosísima
frase de la película Blade runner, la que pronunciaba el
replicante, interpretado por Rutger Hauger, en sus últimos
momentos de vida: “He visto cosas que vosotros no creeríais.
Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos C
brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser...”.
Lo que no hacía aquella petrea voz era concluir el discurso
del replicante: “...y todo eso se perderá como lágrimas en
la lluvia”. Muy significativo.
Es una desventaja, y grande, de los juegos virtuales, pero
no todo son inconvenientes: no hay duda de que los
vídeojuegos desarrollan la psicomotricidad, la inteligencia
y el interés por la informática y las nuevas tecnologías.
Tal vez lo mejor sea alternar los juegos reales con los
virtuales, pero no me gustaría que pareciese que el
reportaje tenga algún tipo de moralina. No me parece mal que
los chavales disfruten entrando en una nueva dimensión
virtual en la que disparen enloquecidamente, brinquen sin
miedo a la gravedad y salven al planeta de las fuerzas
oscuras, pero sin olvidar que estamos hechos de carne y
hueso, no de ceros y unos.
|