La legión de soledades sigue en
alza. Es el batallón de la muerte. La soledad del niño en el
cuarto de máquinas, su madre con otro y su padre con otra, y
él en ninguna parte como juguete de feria. La soledad de las
víctimas por la violencia de género. Mucho decir político,
pero poco obrar poético. Los jueces piden ahora, después de
vidas sesgadas, que se comunique a la víctima si el agresor
sale en libertad. La soledad de familias que ni se miran a
los ojos. La soledad del enamorado cuando sólo es él quien
ama. Ciudades grandes, soledades inmensas. Colmenas humanas,
avisperos de soledad. En soledad soy nadie, en compañía
mucho menos. ¿Qué hacer con tantas soledades impuestas? ¿Qué
hacer con tantos silencios tragados, echando tristeza por
los labios? Gloria Fuertes tenía su propia receta, que
transcribo: “Desde este desierto de mi piso/ amo en soledad
a todos/ y rezo un poema por los analfabetos del amor”.
Vivir a base de darme, de darnos y abrazarnos, se ha perdido
y este desajuste pasa factura.
Me pregunto, pues, ¿por qué sigue en ascenso la soledad que
mata y no el amor que resucita? Resulta paradójico y
perverso que en la era de la mundialización, cuando las
posibilidades de comunicación e interacción con los demás
han alcanzado una dimensión que las generaciones precedentes
apenas podían imaginar, tantas vidas humanas sientan los
muros de la soledad en el alma de su propia existencia. Se
ha perdido la mirada tierna, la mano tendida, el buen día de
los gestos. A cambio se ha ganado la mirada que fusila, la
mano que golpea, y el corte de mangas como saludo. Olvidamos
el abecedario del alma, sólo nos importa la semántica del
cuerpo, el yo soy por encima de los demás, cuando lo
importante es nuestro intelecto, nuestro discernimiento,
nuestra sensibilidad. Sin duda alguna, precisamos romper con
el hechizo de los bienes materiales y centrarnos, en cambio,
en los valores que susciten acogida para que, en un futuro,
sólo haya soledades de vocación. A fuego lento de amor se
curan todos los virus, es la única salida.
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