El final de 2008 trajo consigo el
desgraciado suceso que dio con uno de los trabajadores de
Urbaser en el hospital tras ser agredido con una cuchilla
por un vecino desequilibrado del Príncipe Alfonso. El ataque
causó una inmediata reacción del Comité de Empresa, que en
una decisión difícil de comprender del todo anunció que no
volvería a trabajar en ninguno de los dos Príncipes, una
generalización inaceptable. Al día siguiente le tocó
encontrar una solución a la consejera de Medio Ambiente,
Yolanda Bel, que se topó con dos partes (los representantes
de los trabajadores y los representantes de la asociación de
vecinos del Príncipe Alfonso) con grandes dificultades para
comunicarse y entenderse, pero sobre todo para comprenderse.
La virtud de Bel en esas conversaciones fue ser justo, con
lo que ni su acentuada severidad dejó un mal sabor de boca a
ninguno de los que se sentaron con ella. La portavoz del
Ejecutivo propuso, con la venia de todos los demás, que sean
los miembros de la Brigada Cívica los que acompañen a los
operarios de Urbaser, pero tampoco dejó que estos últimos se
fuesen de rositas. La consejera advirtió con claridad
meridiana que el gesto de decidir unilateralmente suspender
sus servicios en las dos barriadas periféricas no saldría
gratis y pidió mayor corresponsabilidad a los trabajadores
de una sociedad que recibe un sutanciosísimo contrato anual
por muchos cientos de millones.
Aún comprensible, porque el miedo es libre, esta noticia
señala con fuerza dos problemas mucho peores: el primero es
hacia dónde va el Príncipe Alfonso y qué piensan hacer las
instituciones con una zona a la que los barrenderos, los
conductores de autobuses y la propia policía, entre otros
colectivos, no quiere acudir. La segunda, la poco mesurada
reacción de la plantilla, que tanto en este caso como en
otros parece tener carta blanca para tomar una decisión u
otra con independencia de lo que estipule la razón, la
lógica o sus contratos.
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