Ya advertía Martín Buber (autor,
entre otras obras, de un sugerente librito: “Caminos de
Utopía”) que “… nosotros, los judíos, conocemos a Jesús de
un modo -en los impulsos y emociones de su judeidad
esencial- que permanece inaccesible a los gentiles sometidos
a él”. Solo desde el Judaísmo han salido tres destacados
investigadores universitarios que abordaron, en rigor y con
profundidad, el carácter eminentemente judío del universal
niño presuntamente nacido en Belén (mañana escribiremos de
la famosa estrella) la noche del pasado 24, cuyo pensamiento
(depurado por Pablo y reinterpretado en los expurgados
Evangelios) sirve de armazón doctrinal al Cristianismo,
influyendo también en el corpus ideológico del Islam: el
profeta Jesús, Isa, ocupa un honroso rango en el Corán, solo
por debajo de Mahoma.
Del húngaro Geza Vermes (pionero en la investigación de los
Manuscritos del Mar Muerto y profesor de Estudios Judíos en
la Universidad de Oxford) he tomado prestado el titular,
“Jesús el Judío”, libro publicado por Muchnik Editores
(Barcelona 1984); David Flusser, especialista en historia y
literatura judías del tiempo de Jesús y profesor de la
Universidad de Jerusalén, escribió “Jesús en sus palabras y
en su tiempo” (Ediciones Cristiandad, Madrid 1975);
finalmente Etan Levine, rabino y profesor de Ciencias
Bíblicas en la Universidad israelí de Haifa es autor de “Un
Judío lee el Nuevo Testamento” (publicado en España también
por Ediciones Cristiandad, Madrid 1980). Los tres son
concluyentes: Jesús fue, en todo caso, un reformador que se
mantuvo fiel en todo momento a su condición identitaria
judía mientras los Evangelios, pese a sus expurgaciones y
añadidos posteriores (todos fueron escritos después de la
conquista y destrucción de Jerusalén por las legiones
romanas), rezuman judeidad por todos sus poros. Es decir, no
solo es posible sino que además es legítimo “devolver” a
Jesús al seno del pensamiento judío del que nunca salió.
Pablo y el Edicto de Milán, pilares del naciente
Cristianismo (la “iglesia” de Jerusalén desapareció con la
debacle de la ocupación romana), son otra cosa, una herejía,
si se quiere, que llegó a triunfar tras la interesada y
espuria cobertura política prestado por la dominante Roma.
Para Flusser, “El Judaísmo es el trasfondo en que se
encuadra el mensaje de Jesús y sólo quien conozca el primero
puede captar el sentido auténtico del segundo” (pág. 151);
Levine, quien advierte que la noción de Mesías “fue clave en
el pensamiento judío antiguo, aun cuando no se tuvo de él
una concepción unitaria” (pág. 13), reconoce ciertas
originalidades en la enseñanza de Jesús (pág. 45) aunque su
conclusión es taxativa: “… no hay que olvidar que el Nuevo
Testamento es originariamente un libro judío” (pág. 317); en
cuanto a Flusser, para quien el mensaje ético y las
parábolas de Jesús son una “forma de enseñanza homiliar
usual entre los predicadores rabínicos” (pág. 31), argumenta
que “Jesús de Nazaret adquiere la personalidad muy plausible
de un jasid galileo” (pág. 90). Los cristianos, que celebran
estas señaladas fiestas de tan arraigada tradición, harían
bien en repasar estos días su historia y pensar que sus
devotos Jesús, María, los Apóstoles… eran judíos. El por qué
de la inquina y posterior persecución sistemática a este
pueblo, es de locos. ¿No creen?.
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