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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 24 DE DICIEMBRE DE 2008

 

OPINIÓN / PERSONAL Y TRANSFERIBLE

Cuento de Navidad
 


Domingo Ramos
domingoramos@elpueblodeceuta.com

 

Los que nacimos antes de la posguerra conocimos las estrecheces de toda índole que se daban en nuestro país: falta de alimentos, de medicamentos, de vestidos, de locomoción, etc. y las dificultades que encontraban nuestros progenitores para poder llevar una subsistencia digna, si no con holgura (esto se hacia imposible dadas las carencias que hemos enumerado) sí lo suficiente para que no se pasaran necesidades y más tratándose de que llegaba la Navidad que conmemora nada menos que el nacimiento de Jesucristo. Aquello había que celebrarlo.

Llegado a este estado es cuando nos viene a la memoria lo que discurre la imaginación para encontrar soluciones a la escasez, sea del género que sea. Así, principalmente las madres, con el ingenio que da la necesidad y con el ahorro de unas cuantas monedas recopilaban los ingredientes imprescindibles (aceite, harina, huevo y azúcar) y preparaban pestiños, roscos, buñuelos o bien, con una esencia de matalahúva y no nos acordamos que otros ingredientes mas azúcar, alcohol y agua, se preparaba un riquísimo anís que a los pequeños, en mínimas dosis, mojando solo la punta de la lengua, se nos antojaba como un elixir venido cielo. No había para otra cosa y además lo relacionado tenía que dosificarse para disfrutarlo no solo en la Navidad, sino también en Fin de Año y Festividad de los Reyes Magos.

Hasta aquí, mas las consabidas visitas a familiares y amigos donde se sabía que dispensaban ciertas atenciones culinarias, todo era lo normal para la época en que nos referimos: Navidades de los años 40. Pero siempre surge la humana necesidad, que se ensaña en tener crueldad (que diría Calderón) y esta situación cruel se le presentó a una familia a través de un canillita de hilos. Se trataba del “Churrianda” un vendedor ambulante al que le sobraba educación, constancia y que disponía de una verbosidad excesiva, rallante en lo exagerado, cualidades que le hacían ser el mejor agente de la venta de hilos de la firma que, por aquel entonces, lideraba la fabricación de hebras largas y delgadas de materia textil, que ya casi están en desuso, para coser. El tal “Churrianda”, además, conocía de memoria el nombre de todos sus clientes que en potencia eran el de todas las habitantes de una pequeña ciudad (pues sus ventas, como es natural, iban dirigidas al personal femenino y las llevaba a cabo en horario laboral). Hacía un recorrido diario saludando a doña Pepita, a la Srta. Maruja, a la chica de enfrente y a cuantas posibles compradoras visitaba que, a su vez, propagaban la llegada de aquel lisonjero que las obsequiaba con simpáticos piropos y que venia exponiendo y ofreciendo al público los géneros para quienes los quisieran comprar. Pero hete aquí que llegado el anochecer lluvioso y de frío intenso, quizás siendo la última visita que realizaba aquel día “Churrianda”, se acercó a la vivienda de una familia humilde que, como venía siendo norma de todo el vecindario, lo atendía, aun cuando por la carencia de recursos poco podrían comprarle, con la mejor de las sonrisas y en prueba de esa atención, estando como estaba al llegar la Navidad (era el día 24 de diciembre) por parte de la madre acompañada de sus cinco hijos, (el esposo se encontraba ausente desde hacía unos meses pues se había enrolado en un buque de cabotaje y como era norma en aquellos tiempos y en esta clase de empleos, su familia no sabia de él hasta su vuelta a casa) se le ofreció al vendedor un lebrillo que contenía la totalidad del surtido de dulces navideños que con sumo esmero, esfuerzo, ayudas y administrando con todo cuidado el caudal que el cabeza de familia había aportado a la familia en su anterior visita, había conseguido reunir para el goce de la prole y que, como se destinaba para celebrar la venida del Niño Dios, no había sido aun degustado por ningún miembro de la familia. A tal invitación y ante los perplejos ojos de aquella modesta familia, de rostros inciertos, irresolutos y confusos, el “señorito Churrianda” volcó su contenido en una talega de basto lienzo que portaba y, agradeciendo muy efusivamente el gesto, se marchó con paso acelerado hacia su casa, pensando en lo bien que lo iba a pasar su familia con la cantidad y variedad de dulces que llevaba, habiéndoles quedado únicamente a aquella familia el consuelo que con paciencia y humildad la madre repetía a sus hijos, para consolarles, de que no se preocuparan, que el Niño Dios les compensaría con cualesquiera otros regalos.

Pero no todo iban a ser desdichas para aquella familia. Había llegado la Navidad con la pesadumbre y tristeza de no disponer de los clásicos dulces navideños más, acercándose la moche, cuando la familia ya se disponía a dormir después de dirigir unas preces al cielo en honor al Niño que iba a nacer, con la tristeza de lo acaecido aquella tarde, se oyó llamar a la puerta y al abrirse la misma, apareció por ella el padre de familia cargado de bultos: que contenían ropas, exquisitos manjares que había adquirido en un convento de monjas antes de su llegada al pueblo, juguetes y una buena porción de distintas chacinerías así como, lo mas importante, cierta cantidad de dinero fruto de su duro trabajo cursando los mares del mundo durante los meses de ausencia del hogar, suficiente para cubrir las necesidades familiares por otra larga temporada…

Así, creyendo en Jesús como única respuesta segura a todas las inquietudes del hombre, ésta familia gozó de la venida del Hijo de Dios dándole gloria en el cielo y recibiendo toda la paz que se merecen los seres de buena voluntad.
 

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