Los que nacimos antes de la
posguerra conocimos las estrecheces de toda índole que se
daban en nuestro país: falta de alimentos, de medicamentos,
de vestidos, de locomoción, etc. y las dificultades que
encontraban nuestros progenitores para poder llevar una
subsistencia digna, si no con holgura (esto se hacia
imposible dadas las carencias que hemos enumerado) sí lo
suficiente para que no se pasaran necesidades y más
tratándose de que llegaba la Navidad que conmemora nada
menos que el nacimiento de Jesucristo. Aquello había que
celebrarlo.
Llegado a este estado es cuando nos viene a la memoria lo
que discurre la imaginación para encontrar soluciones a la
escasez, sea del género que sea. Así, principalmente las
madres, con el ingenio que da la necesidad y con el ahorro
de unas cuantas monedas recopilaban los ingredientes
imprescindibles (aceite, harina, huevo y azúcar) y
preparaban pestiños, roscos, buñuelos o bien, con una
esencia de matalahúva y no nos acordamos que otros
ingredientes mas azúcar, alcohol y agua, se preparaba un
riquísimo anís que a los pequeños, en mínimas dosis, mojando
solo la punta de la lengua, se nos antojaba como un elixir
venido cielo. No había para otra cosa y además lo
relacionado tenía que dosificarse para disfrutarlo no solo
en la Navidad, sino también en Fin de Año y Festividad de
los Reyes Magos.
Hasta aquí, mas las consabidas visitas a familiares y amigos
donde se sabía que dispensaban ciertas atenciones
culinarias, todo era lo normal para la época en que nos
referimos: Navidades de los años 40. Pero siempre surge la
humana necesidad, que se ensaña en tener crueldad (que diría
Calderón) y esta situación cruel se le presentó a una
familia a través de un canillita de hilos. Se trataba del
“Churrianda” un vendedor ambulante al que le sobraba
educación, constancia y que disponía de una verbosidad
excesiva, rallante en lo exagerado, cualidades que le hacían
ser el mejor agente de la venta de hilos de la firma que,
por aquel entonces, lideraba la fabricación de hebras largas
y delgadas de materia textil, que ya casi están en desuso,
para coser. El tal “Churrianda”, además, conocía de memoria
el nombre de todos sus clientes que en potencia eran el de
todas las habitantes de una pequeña ciudad (pues sus ventas,
como es natural, iban dirigidas al personal femenino y las
llevaba a cabo en horario laboral). Hacía un recorrido
diario saludando a doña Pepita, a la Srta. Maruja, a la
chica de enfrente y a cuantas posibles compradoras visitaba
que, a su vez, propagaban la llegada de aquel lisonjero que
las obsequiaba con simpáticos piropos y que venia exponiendo
y ofreciendo al público los géneros para quienes los
quisieran comprar. Pero hete aquí que llegado el anochecer
lluvioso y de frío intenso, quizás siendo la última visita
que realizaba aquel día “Churrianda”, se acercó a la
vivienda de una familia humilde que, como venía siendo norma
de todo el vecindario, lo atendía, aun cuando por la
carencia de recursos poco podrían comprarle, con la mejor de
las sonrisas y en prueba de esa atención, estando como
estaba al llegar la Navidad (era el día 24 de diciembre) por
parte de la madre acompañada de sus cinco hijos, (el esposo
se encontraba ausente desde hacía unos meses pues se había
enrolado en un buque de cabotaje y como era norma en
aquellos tiempos y en esta clase de empleos, su familia no
sabia de él hasta su vuelta a casa) se le ofreció al
vendedor un lebrillo que contenía la totalidad del surtido
de dulces navideños que con sumo esmero, esfuerzo, ayudas y
administrando con todo cuidado el caudal que el cabeza de
familia había aportado a la familia en su anterior visita,
había conseguido reunir para el goce de la prole y que, como
se destinaba para celebrar la venida del Niño Dios, no había
sido aun degustado por ningún miembro de la familia. A tal
invitación y ante los perplejos ojos de aquella modesta
familia, de rostros inciertos, irresolutos y confusos, el
“señorito Churrianda” volcó su contenido en una talega de
basto lienzo que portaba y, agradeciendo muy efusivamente el
gesto, se marchó con paso acelerado hacia su casa, pensando
en lo bien que lo iba a pasar su familia con la cantidad y
variedad de dulces que llevaba, habiéndoles quedado
únicamente a aquella familia el consuelo que con paciencia y
humildad la madre repetía a sus hijos, para consolarles, de
que no se preocuparan, que el Niño Dios les compensaría con
cualesquiera otros regalos.
Pero no todo iban a ser desdichas para aquella familia.
Había llegado la Navidad con la pesadumbre y tristeza de no
disponer de los clásicos dulces navideños más, acercándose
la moche, cuando la familia ya se disponía a dormir después
de dirigir unas preces al cielo en honor al Niño que iba a
nacer, con la tristeza de lo acaecido aquella tarde, se oyó
llamar a la puerta y al abrirse la misma, apareció por ella
el padre de familia cargado de bultos: que contenían ropas,
exquisitos manjares que había adquirido en un convento de
monjas antes de su llegada al pueblo, juguetes y una buena
porción de distintas chacinerías así como, lo mas
importante, cierta cantidad de dinero fruto de su duro
trabajo cursando los mares del mundo durante los meses de
ausencia del hogar, suficiente para cubrir las necesidades
familiares por otra larga temporada…
Así, creyendo en Jesús como única respuesta segura a todas
las inquietudes del hombre, ésta familia gozó de la venida
del Hijo de Dios dándole gloria en el cielo y recibiendo
toda la paz que se merecen los seres de buena voluntad.
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