Si hay algo que no me gusta hacer
son los obituarios. No lo puedo remediar. Es algo muy
superior a mis fuerzas. Por la sencilla razón que los
obituarios no son más que rendir un póstumo homenaje a aquel
o aquellos que, desgraciadamente, ya no están con nosotros.
Una perdida irreparable de la que cuesta todo un mundo
sobreponerse al dolor que esa perdida conlleva, a todos
aquellos que para los que se fueron tuvimos el sentimiento
del cariño o del amor fraternal.
Al iniciarlos te entra el temor de no estar acertado, sobre
todo, en esos adjetivos calificativos que tienes que
emplear, y que te pueden hacer caer en un error, pues el
corazón, en todos estos casos, se impone al cerebro. Un
cerebro cerrado a cal y canto, que no te deja pensar ni un
solo momento, para encontrar la frase adecuada, sin caer en
la ridiculez.
El pasado día trece falleció, en Málaga, mi cuñado Antonio
Llevot del Canto, lo que ha supuesto una gran perdida para
toda su familia entre los que me encuentro y que ha hecho
romperse, dentro de mí, en cristalitos de mil colores eso
que llamamos alma, llenándola de un dolor difícil de volver
a recomponer esos miles de cristalitos en un sólo.
Los dos nacimos en El Callejón del Lobo, ese pedacito de
terreno que, cada uno de nosotros, lleva grabado a fuego en
nuestros corazones. Porque nacer en mi adorado callejón es
algo que no está al alcance de cualquiera. Como tampoco está
al alcance el jugar sobre sus adoquines, un encuentro de
fútbol con una pelota hecha con una media vieja rellena de
papeles. Ni que desde ese momento en que empezamos a
corretear por nuestra calle, los amigos nos llamasen
cuñados, aún cuando eso no sería hasta años después. Los
tíos se habían adelantado en el tiempo.
Actuaron como adivinos cuando todos éramos más jóvenes, más
inocentes, más felices y, desde luego, mucho más generosos,
con esa ingenuidad juvenil que al cumplir años, con el paso
del tiempo, se va ensuciando.
Cada uno, de nosotros, de los que componíamos la “pandilla”,
marcó su camino y cual timonel lo guió hacia el destino al
que quería llegar sin variar, ni un solo momento, de rumbo a
pesar de que quizás no era el rumbo que se debiera haber
elegido.
Tú elegiste el mundo de la soledad. Como ese marinero que se
lanza por los confines de la tierra, buscando algo que ni él
mismo sabe lo que quiere buscar. Es, eso que busca, como el
mapa de un tesoro escondido que nunca encontrarás.
Seguro estoy que de haber encontrado el tesoro, lo habrías
repartido con todos aquellos a los que querías, porque tu
bondad estaba muy por encima de otra cualquier cualidad.
Eras un hombre desprendido, que entregabas cuanto tenías sin
importarte, ni poco ni mucho, que te pudieses quedar sin
nada para ti.
En ese buscar y navegar tu embarcación, con la que buscabas
tu destino, el pasado día trece, puso proa hacia el cielo,
que es el lugar a donde van los hombres buenos.
Desde el puente de mando, mientras oteas el horizonte del
cielo buscando a mi hermano, ruega por los que nos quedamos
aquí.
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