Padre nuestro que estás en los cielos”, balbucea una mujer
sentada en su silla de ruedas, una mujer triste, cansada,
ausente, a la que llaman Dulce.
Me acerco a ella, la miro y me pregunto: qué estará
pensando, qué estará soñando. ¡Oh dulce!, una mano marcó tu
vida. Yo intento tocarte; tú te asustas, reaccionas con
miedo…¿no ves que quiero darte las caricias que nunca
recibiste?, ¿no ves que quiero colmarte de besos tibios,
suaves, amistosos?...Yo, triste, tras tu reacción, me alejo;
tú más triste, tras la mía lloras, y sigues con el rezado,
“santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad aquí en la
tierra”.
De nuevo es viernes, como en vuelo regreso al voluntariado.
Soy recibido por el Hermano Ángel; el me lleva hasta la
habitación de Dulce. Antes de entrar, me advierte que está
muy nerviosa, que tenga cuidado con sus dientes.
Entro, noto que me reconoce y, sin miedo, me siento a su
lado y empiezo a cantarle un poema de Machado, “Al olmo
viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las
lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes le
han salido”.
Ella me mira y me susurra ¡gracias!, me coge las dos manos
para que no me vaya, y, apoyando su cabeza en mis rodillas,
continúa con el rezado “danos hoy nuestro pan de cada día”.
Su voz se va apagando tranquila, se calla, la miro:
silencio…
Dulce se ha dormido confiada.
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