Este país empieza a estar
intoxicado de políticas de gobiernos en temas que realmente
son políticas de Estado. Que unas leyes autonómicas lleguen
a poner en entredicho el orden jurídico nacional o que el
desarrollo económico y social de una autonomía dependa del
gobierno de turno o que la superioridad del poder judicial
se politice, aparte de generar un clima de desconfianza,
deja bajo sospecha cualquier tipo de pacto. Esta atmósfera
de dudas, más que facilitar, suele impedir coordinaciones
institucionales, como puede ser ahora el desarrollo social
del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia,
por poner un ejemplo de viva actualidad. Lo mismo sucede con
el pacto por la vivienda, la educación, sanidad…; la
política de gobierno tiene que dar paso a las acciones de
Estado, sean medidas populares o impopulares. No se puede
gobernar desde el partido, haciendo partido o caja de votos,
hay que hacerlo para toda la organización social soberana,
obviando etiquetas políticas y subrayando el bien común.
La soberbia en política dificulta enormemente cualquier
diálogo entre las diversas nacionalidades y regiones. La
necedad suele espigar antes que la sensatez. Algo que hoy
abunda en el tajo político por desgracia. Bajo estas peanas,
donde la política además se ha avivado como profesión que
deja mucha pasta y no como servicio, los diferentes
gobiernos, incluido el gobierno central, a veces lo tienen
más que complicado para dar a la política ese corazón de
entrega humana, de unidad hacia la patria común e
indivisible, que constitucionalmente se predica. No se puede
dar lo que no se lleva consigo mismo. Quizás sea el momento
de decir ¡basta!, y recuperar el rol fundamental del respeto
a los poderes estatales con políticas de Estado.
No es bueno que la desunión y la inestabilidad de una nación
permanezcan como en ocasiones parece: a la ofensiva unas
comunidades y a la defensiva otras. En buena medida, tal
suspicacia, suele surgir porque los ciudadanos piensan en su
fuero interno que no todos somos iguales en la ley y ante la
ley. Si hubiese una auténtica política de Estado, es cierto
que para ello se necesitan políticos de ingenio y no gentes
de partido, habría asentimiento total para no alejarse jamás
de valores superiores como la justicia y la igualdad. Habría
fuerza social suficiente para propiciar consensos y no se
alargaría por más tiempo, modificaciones de normas como
puede ser la ley de leyes. Hay artículos que si no se
cumplen hay que derogarlos, como aquel que dice: que si una
Comunidad Autónoma no cumpliera las obligaciones que la
Constitución u otras leyes le impongan, o actuara de forma
que atente gravemente al interés general de España, se
adoptasen las medidas necesarias para obligar a aquélla al
cumplimiento forzoso de dichas obligaciones (art. 155 CE).
Las políticas de Estado no pueden ni deben caminar a la
deriva del político de turno que sólo mira al ombligo de su
partido.
Se ha perdido la autoridad política porque realmente no se
hace política de Estado, sino de gobierno o de gobiernos,
con el consabido laberinto de normas que generan en el
Tribunal Constitucional el colapso y la pendencia de
asuntos. En política hay que recuperar el altruismo perdido
y poco ejercido, así como la honradez en el acatamiento de
los principios éticos. Sin esta generosidad y sin moral
alguna, será cada vez más difícil superar la corrupción
política que corroe el sistema democrático, al traicionar
los principios que lo sustentan. La política de Estado es
una política de deberes. Sus líderes políticos entienden su
papel dentro de la organización, ejemplarizan sus acciones,
trabajan por la causa del bien general y por la unidad, son
sinceros consigo mismo y con sus palabras, escuchan al
pueblo antes, durante y después de la elecciones, no tienen
miedo de la verdad… La política de gobierno, o de gobiernos,
aunque es también una política de deberes, sin embargo, sus
líderes políticos suelen entender su papel dentro de su
organización partidista, más bien politizan sus acciones,
trabajan por los suyos sobremanera, son la voz de su amo
descaradamente, escuchan antes al partido que al pueblo y la
verdad como guinda, suele estar supeditada a lo
políticamente correcto.
La política de Estado huye del decretazo y retoma una y mil
veces posturas de adhesión. Si, en verdad, hubiese esa
política de dialogo y no de gobierno partidista, ahora
estaríamos debatiendo las causas y los motivos, desde todas
las fuerzas vivas del Estado, porque en España el desempleo
sigue creciendo a pesar de que se distribuyan, vía decreto,
millones de euros para el estímulo de la economía y el
empleo. Dónde se falla. Quizás la cuestión de dar no sea
tanto, que también lo será, pero hay que ver el cómo, cuánto
y a quién. Esto suele ser más fructífero escuchando y
debatiendo desde el pluralismo político y la pluralidad
soberana. Otro ejemplo: el pacto por la sanidad. Sus
principios de equidad en las prestaciones sanitarias para
toda la ciudadanía, cohesión entre las autonomías, calidad,
innovación, seguridad para los pacientes y sostenibilidad,
no pasan de las buenas intenciones. Más de lo mismo: el
pacto por la educación. Hay que poner en práctica la
educación como garantía de igualdad de oportunidades, la
libertad de enseñanza, el derecho que asiste a los padres
para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral
que esté de acuerdo con sus propias convicciones...
Frente a estos desgobiernos y desajustes, las políticas de
Estado son fundamentales para avanzar en desarrollo y
gobernabilidad, lo que exige políticos de Estado, o sea con
amplitud de miras, puesto que es difícil impulsar pactos
desde actitudes altaneras, despechadas o hipercríticas. Uno
es presidente del gobierno de la nación y no presidente de
su partido, y en vez de asesores de gobierno si acaso que
sean asesores de Estado. Otro gallo nos cantaría. No digamos
cómo cambiarían las cosas, si el político y sus mandatos
tuviesen fecha de caducidad.
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