Son dos anécdotas que me tocaron
vivir ayer y que les voy a contar en presente.
La sala de estar del hotel Tryp está abarrotada de público.
Desde las doce de la mañana no cesan de entrar y salir
personas que esperan conocer el desenlace de la Asamblea que
los socialistas celebran en la planta quinta del
establecimiento. En esa sala permanecen militantes que no
han sido admitidos en la refundación del partido. Les
acompañan familiares y conocidos. Se oyen comentarios para
todos los gustos.
Regreso al hotel a las dos de la tarde acompañado por Blas
Rosua y se nos une también Mohamed Chaib. Los tres nos
acodamos en la barra de la cafetería. Situación idónea para
divisar perfectamente lo que nos tememos que suceda en
cuanto Salvador de la Encina salga del ascensor y se dirija
hacia la calle.
La primera anécdota es la siguiente: Javier Cuenca,
periodista él, a quien siempre he tratado lo mejor posible,
se presenta acompañado por una mujer que viste como una
lolita. Y además trata de parecerlo. Así que no duda en
gesticular como una ingenua y hasta se contorsiona
convencida de que puede perturbar a quienes estamos allí.
Ofrece sonrisas de colores encendidos, dejando entrever que,
si se lo propone, todos podríamos ser manipulados por sus
poderes de nínfula.
Lo que no sabe es que, desde el primer vistazo, coincidimos
en que el disfraz es tan ridículo que produce en ella el
efecto contrario: más que lolita da la impresión de ser una
mujer ajada por el paso de un tiempo que ni los mejores
afeites ni las prendas para adolescentes pueden disimular.
Está horrible. Y sin sitio.
De pronto, se echa abajo del taburete y se encamina hacia
Chaib. Le entrega el teléfono portátil y le dice si puede
hacerle una fotografía junto a mí. Hombre, mira que bien. Le
respondo. Menuda satisfacción me has dado esta mañana.
Conseguido el daguerrotipo, regresa, toda ufana, a su sitio.
Y es cuando se jacta de haber conseguido ganarle una apuesta
a no sé quién...
La observo detenidamente, y dejo pasar un tiempo prudencial
para decirle, de sopetón, que tiene la edad en la boca. Se
queda perpleja. Y cuando está más confusa, insisto en lo
mismo. Titubea. Está a punto de insultarme. Pero termina por
decir que hará todo lo posible por mirar la frase en
internet, a fin de conocer si es verdad que significa lo que
yo le he dicho. Se le nota, a la legua, que es tan inculta
como malintencionada. Y ha creído que lo de tener la edad en
la boca, en su boca, copia ridícula de la de Marilyn, era
una procacidad. Y se descubre. Ha caído en su propia trampa.
Haciéndole un flaco favor a quienes dice defender de mis
ataques. Me reservo su nombre, claro. Pero si alguien tiene
ascendencia sobre ella, en Comisiones Obreras, por favor,
que le aconsejen que nunca más se disfrace de lolita.
La segunda anécdota fue la que uno nunca quisiera contar.
Cuando De la Encina apareció en la sala caminando hacia la
calle, le dijeron de todo. Impropios. Tampoco se libraron
varios miembros de las juventudes socialistas. Quienes
dieron una lección de hombría y formación. Y pudimos oír,
pues estaba junto a nosotros, a Javier Martínez arengar a
los blasfemos y recomendarle a Calleja –creo-, quien pedía
calma, que dejara actuar a los exaltados. Y lo hacía tapado
en el olivo de la cobardía. Javier es inspector de
Educación.
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