Nadie niega a Dios, sino aquel a
quien le conviene que Dios no exista. Algunos políticos, con
sus intransigentes políticas, se han merendado la creencia
con total descaro, que no les ha importado cepillar la Norma
y luego sacar pecho de demócratas. La obsesión les ha vuelto
intolerantes. Pretenden privar al ser humano de toda
religión. El destierro de algunos símbolos cristianos es un
claro ejemplo de sus afanes. Cuando el desvelo debería ser
la libertad absoluta, con el único límite del mantenimiento
del orden público. La búsqueda de espiritualidad no es un
peligro para nadie, más bien es una seguridad y un
equilibrio, puesto que el espiritualismo (signo de salud)
invita a la reflexión y al pensamiento.
Los efectos de esta contrariedad hacia lo religioso empiezan
a estar visibles. La anemia moral que padecen algunos
poderes públicos, en parte es debida a la exclusión
religiosa de la vida pública. La corrupción embadurna a
todas las instituciones. De un tiempo a esta parte, también
ha surgido con fuerza el sectarismo, hasta el punto que la
intransigencia no es ya la increencia o agnosticismo, sino
una militancia agresiva, violenta a más no poder, contra los
signos religiosos en doquier espacio público. La verdad que
cuesta entender estas actitudes cerradas en un momento en el
que las culturas se entrecruzan unas con otras y las
religiones pueden ayudar a entendernos.
Arrancar las raíces religiosas de un país no tiene sentido.
España tiene que asumir su identidad cristiana, es más no
debe salirse del tiesto constitucional, donde se dice que ha
de mantenerse las consiguientes relaciones de cooperación
con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Lo que debe
ocuparnos y preocuparnos, si acaso, es el fanatismo de
aquellos que no respetan la libertad de pensamiento, de
creer o no creer, haciendo ver que las religiones son un
peligro, cuando el riesgo es su provocación y sus hazañas
salvajes.
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