Javier Gallego me fue
presentado hace unos meses y desde entonces, cada vez que
nos vemos y se encarta, nos metemos en conversación. Lo
hacemos sentados a una mesa en el interior de ‘La pérgola’.
Ustedes se preguntarán quién es JG... Y a mí sólo se me
ocurre decirles que es una persona amable, muy leída, y a
quien gusta hablar de hechos históricos más que de fútbol.
Sin que por ello muestre fobia alguna por el deporte rey;
sino todo lo contrario.
El martes pasado, nuestra charla transcurrió por la senda de
la vida política y social de la Ceuta de los ochenta hasta
los noventa, que él desconoce porque entonces no residía
aquí. De modo que no tuve el menor inconveniente en ponerle
al tanto de algunas situaciones que se daban con el fin de
que se hiciera una idea del comportamiento de los políticos
en aquellos años.
Empecé recordando a Serafín Becerra (a quien pronto
le tuve una ley que fue en aumento y aún se mantiene vigente
en mis adentros). El cual, como parlamentario que era,
declaraba cosas así: “Leopoldo Calvo Sotelo no nos ha
hecho ni puñetero caso cuando le estuvimos planteando los
problemas de Ceuta”. “Las reuniones de trabajo que hemos
mantenido han sido nada más que comilonas donde sólo
destacaba el compadreo”. Luego, sin tomarse el menor
respiro, arremetía contra el subdelegado del Gobierno y a
renglón seguido ponía como chupa de dómine al comandante
general de turno.
Todas las iras, de aquellos días de julio de 1982, estaban
centradas en Alvaro Espinosa: un juez detestado por
los socialistas. Por ello, Francisco Arrillaga,
vicesecretario del PSOE de Ceuta, pedía con vehemencia al
Consejo General del Poder Judicial la destitución de
Espinosa. Arrillaga, además, decía a voz en cuello que “el
poder corrompe”...
- O sea, que la política se vivía con mucha intensidad, ¿no?
Por supuesto que sí. Las ideas de libertad y democracia,
explicadas generalmente por medio de tópicos, se habían
convertido en el santo y seña diario del vivir en esta
ciudad. Y al menor contratiempo, cualquiera gritaba con
iracundia: “¡Oiga, que yo soy demócrata...!”.
Más o menos sucedía lo del chiste que contaba Ortega y
Gasset sobre los que se las daban a cada paso de
demócratas. Que había un monaguillo que no se sabía su papel
y a cuanto decía el oficiante, según la liturgia, respondía:
“¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento!”. Hasta que
harto de la insistencia el sacerdote se volvió y le dijo:
“¡Hijo mío eso es muy bueno; pero no viene al caso!”.
Al caso viene que te cuente que había, entonces, un político
que se llevaba a la gente de calle, en cuanto abría la boca,
y consiguió, amén de obtener un acta de diputado, ser
alcalde de Ceuta. Era Francisco Fraiz Armada. Quien
tenía tanta facilidad para ganar elecciones como para perder
su cargo. Y era así porque su carácter variable,
atrabiliario y tonante solo se afirmaba en la posesión del
poder.
En fin, podría seguir contando situaciones y anécdotas que
te situarían en condiciones de saber cómo ha evolucionado la
clase política, transcurridos caso treinta años. Pero quien
mejor podría hacerlo es Juan José León Molina. A
quien los suyos, los socialistas, le han dejado entrever que
está pasado de rosca.
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