Solía decir que el vino era el
mejor antídoto contra la tristeza. Y a fe que mi amigo
practicaba esa creencia. Pero él se podía permitir el lujo
de ahogar sus penas en alcohol porque tenía buen vino. Y
tales estímulos generaban en su círculo un ambiente
estupendo y distendido.
Cada día, salvo que alguna dolencia se lo impidiera, mi
amigo llegaba puntual a su cita en el hotel. Donde él,
gracias a su labia y a un saber estar consagrado, concitaba
a su alrededor a personas que necesitaban la tertulia para
hablar de todo y conocer de pe a pa cuanto se cocía en la
ciudad. La cual, si bien iba a menos en lo tocante al
negocio de los bazares, ya dejaba entrever un amanecer de
modernismo imparable.
Había contertulios, pocos pero los había, que hablaban mal
de mi amigo, en cuanto éste se daba la vuelta, y tachaban de
insincera su locuacidad. Eran los mismos que cuando se veían
metidos en algún apuro, de cualquier índole, acudían a él
para pedirle consejo y ayuda.
Es verdad que mi amigo hablaba de lo que se encartara y de
manera prolija, pero se cuidaba muy bien de no caer en la
pedantería. Además gustaba de preguntar sobre lo que
desconocía, con una habilidad pasmosa, y cuando cogía el
hilo del asunto no lo soltaba hasta empaparse de cuanto le
pudiera contar su interlocutor.
En realidad, mi amigo era un gran conversador; un hombre de
barra que necesitaba del calor de los demás para protegerse
del frío que le proporcionaban las ilusiones que se le
habían ido rompiendo durante años. Era también, sin duda, un
tipo generoso que siempre estuvo presto a solucionar
problemas de quienes acudían a él demandando solución.
Daba gusto oírle, en días donde le brillaban los ojos de
satisfacción, debido a la alegría que le hubiera producido
cualquier detalle, contar anécdotas referentes a una Ceuta
que conocía a la perfección y por la que sentía verdadera
devoción. La misma que no le impedía reconocer a veces, ante
la mirada desaprobadora y de enemistad de algunos
empresarios y autoridades, que había una clase de ceutíes
que nunca cesaban de mirarse el ombligo. Y exponía las
causas por las que esta ciudad no acababa de despegar nunca.
Cuando el temporal azota el Estrecho y los barcos dejan de
navegar, es cuando suelo acordarme más de mi amigo. Eran
otros tiempos y mucha gente se quedaba atrapada en Ceuta y
algunas personas podían permitirse el lujo de hospedarse
mientras tanto en el Hotel La Muralla.
Cuando ello ocurría, raro era que esas personas no acabaran
frecuentando el famoso ‘Rincón del Muralla’. Y allí estaba
siempre, como vigía de la buena educación y atención a los
forasteros, Eduardo Hernández Lobillo. Tenía el don
de atraer las miradas de los visitantes y conectaba con
ellos en un santiamén. De modo que cuando los demás
contertulios íbamos sumándonos a la reunión, él ya estaba en
disposición de presentarnos a quienes hablaban ya de Eduardo
como si fuera un conocido de toda la vida.
Ahora que está tan de moda la exaltación de algunos muertos
como si hubieran inventado la penicilina, no está de más que
yo recuerde a mi amigo. ¿Pasa algo?...
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