Mañana lunes se conmemora el
aniversario de una de las más vigorosas personalidades de
nuestro tiempo, el vizconde francés Charles de Foucauld,
abatido a sus 58 años un 1 de diciembre de 1916 en las
afueras de Tamanrasset, sur de Argelia. Sus asesinos, bandas
de la cofradía “Sanusi” procedentes de Tripolitania que,
alentados por la Alemania del Káiser, se infiltraron
hostigando las colonias francesas del Norte de África.
Recordemos el contexto: una rota Europa en la que rugía, en
su apogeo, la fraticida matanza de la I Guerra Mundial. El
padre Foucauld murió como había escogido: al igual que
Jesús, pobre, solo y en la inmensidad de ese desierto que
tanto amó. Nacido en noble cuna y oficial de caballería
formado en Saint-Cyr (de la misma generación militar que el
mariscal Pétain), vuelve tras una juventud disoluta pero
fecunda y de profundas dudas existenciales a abrazar, en una
tortuosa evolución espiritual, el catolicismo de su
infancia. Imbuido de una insaciable sed de Dios este hombre
peculiar, valiente y dotado de una rara inteligencia,
abandonó un día todo para seguir, a su aire y entre los
indómitos tuareg del Sáhara, el camino de Jesús. Muy
influenciado por la Santa de Ávila, así escribió en una
célebre carta a su amigo Henry de Castries: “Apenas creí que
había un Dios, comprendí que no tenía otro remedio que vivir
para Él solo…”
Ensayista y cartógrafo de reconocido prestigio, tras su
muerte se fueron publicando varias obras (diccionario,
gramática…) sobre el cerrado mundo de los tuareg en el que,
salvando las distancias, logró ser uno más entre ellos,
dando testimonio de su acendrada fe no por la predicación ni
con golpes de pecho, sino por una obra entregada y callada
entre los más necesitados. Después del español Francisco
Badía (conocido como Alí Bey) y su legendario viaje al Reino
de Marruecos a principios del siglo XIX, vestido como un
príncipe árabe, fue Charles de Foucauld (entonces un joven
oficial francés), disfrazado de humilde judío quien en la
primavera de 1883 iniciara un viaje que se hizo legendario:
tras desembarcar en Tánger, se trasladó a Tetúan y luego a
la ciudad santa y prohibida de Xauen, llegando a la imperial
Mekinez después de visitar Alcazarquivir, Fez y Taza; tras
atravesar las abruptas montañas del Atlas alcanza el verde
valle del Draá, para seguir finalmente hacia el Sáhara
marroquí donde el 18 de noviembre entra en Tatta; subiendo
por Mogador, vuelve a cruzar el Atlas (siempre en compañía
del rabino Mardoqueo) para internarse finalmente, el 23 de
mayo, en Argelia. A sus espaldas, un largo pero fructífero
viaje de once meses y unos 3.000 kms. de recorrido. Tras
publicaciones parciales el avezado explorador (que llegó a
fijar tres mil altitudes y noventa y cinco coordenadas)
recibe una medalla de oro de la Sociedad Geográfica de
París, viendo su célebre obra (“Reconocimiento de Marruecos)
editada en 1888. Después… su conversión, el convento, el
sacerdocio y la vuelta a un desierto (donde sin duda se
reencontró con la fe) del que ya nunca saldría.
Charles de Foucauld encabeza una pléyade de exploradores,
antropólogos e historiadores, denostados como “coloniales”,
que han sabido recorrer y amar los caminos del Maghreb.
Invito al lector a descubrir a este hombre de sólida
creencia en Dios, ferviente cristiano católico muy
influenciado por el Islam y enamorado, como otros, de la
profunda y serena majestuosidad del desierto.
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