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OPINIÓN - JUEVES, 27 DE NOVIEMBRE DE 2008

 

OPINIÓN / SNIPER

Los tres hermanos
 


José Luis Navazo
yebala06@yahoo.es

 

No hay creencias religiosas absolutas, como ya advertía Cicerón en su “Naturaleza de los Dioses”. Pese a ello las religiones descendientes del común tronco abrahámico han demostrado, en su ya largo caminar, ribetes antipáticos e intolerantes debido a su carácter ideológico hegemónico, exclusivista con pretensión de verdad absoluta y argumentos, para los fieles respectivos, aparentemente irrefutables… Enredos y disquisiciones teológicas a un lado, la crítica historicista y los campos de la fenomenología de la religión y las religiones comparadas han demostrado por el contrario -y fehacientemente- que las presuntas obras sagradas de cada una son, en realidad, humanas, demasiado humanas… Como escribía el poeta hindú R. Tagore (1861-1941) “Dios ha creado al hombre y el hombre, para agradecérselo, ha creado a Dios”. El vizconde Charles de Foucauld, el gran místico católico francés (el “marabut” de Tamanrasset), advertía: “La verdad no se encuentra aquí ni allá, está repartida. Dios no es propiedad de los cristianos, hay partículas de Dios diseminadas en todos los corazones de los hombres. El Reino de Dios está en medio de todos. En todos los lugares se detectan signos del Reino que están actuando en los lugares más inverosímiles”. Tomen nota unos y otros.

En esta pueril pero enconada polémica religiosa, sin visos teológicos de solución, quédese el amable lector con esta “Parábola del anillo”, escrita por G.E. Lessing (1729-1781) en su famosa obra de teatro “Natán el sabio” (acto 3º, escena 7ª): “Y así, de heredero en heredero, llegó el anillo finalmente al padre de tres hijos, los tres igualmente obedientes y por ello los tres con el mismo amor amados. Sólo de vez en cuando le parecía ser ya el uno o el otro, ya el tercero -cuando se hallaba a solas con uno de ellos y los otros dos no dividían su amante corazón- más digno del anillo que, por piadosa debilidad, había prometido por separado a todos ellos. Así marcharon las cosas, mientras fue posible. Pero se acercaba la muerte y el bondadoso padre se sintió indeciso. Le dolía causar tal daño a dos de sus hijos, confiados en su promesa. ¿Qué hacer? / Envió en secreto el anillo a un artífice, con encargo de no escatimar gastos ni esfuerzos para hacer otros dos absolutamente iguales. Así lo hizo el artífice, con tal primor que cuando llevó los anillos ni siquiera el padre pudo distinguirlos. Contento y feliz llamó a los hijos y separadamente entregó a cada uno con su bendición su anillo. Y murió. / Ocurrió después lo que era inevitable. Apenas muerto el padre, cada hijo presentó su anillo y cada uno quiso ser dueño de la casa. Pruebas, reclamaciones, pleitos… de nada sirvieron: fue imposible distinguir el anillo verdadero. / Casi tan imposible como distinguir nosotros la verdadera fe”. Cordialmente dedicado a “los tres hermanos”: mis buenos amigos judíos, cristianos y musulmanes. Y que el fraticida sea anatema.

En puridad, las religiones no son sino muletas espacio-temporales para acercar cada cultura a su idea concreta de Dios. Como dirían los latinos “Sol lucet omnibus” (El sol luce para todos), dése así pues cada uno, en su responsable albedrío y sin imposiciones de nadie, el bronceado solar que estime oportuno. Cada hombre, cada mujer, es en sí una vía de realización, un camino personal e intransferible hacia el insondable Infinito. Salud y paz, hermanos.
 

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