| 
                     No hay creencias religiosas 
					absolutas, como ya advertía Cicerón en su “Naturaleza de los 
					Dioses”. Pese a ello las religiones descendientes del común 
					tronco abrahámico han demostrado, en su ya largo caminar, 
					ribetes antipáticos e intolerantes debido a su carácter 
					ideológico hegemónico, exclusivista con pretensión de verdad 
					absoluta y argumentos, para los fieles respectivos, 
					aparentemente irrefutables… Enredos y disquisiciones 
					teológicas a un lado, la crítica historicista y los campos 
					de la fenomenología de la religión y las religiones 
					comparadas han demostrado por el contrario -y 
					fehacientemente- que las presuntas obras sagradas de cada 
					una son, en realidad, humanas, demasiado humanas… Como 
					escribía el poeta hindú R. Tagore (1861-1941) “Dios ha 
					creado al hombre y el hombre, para agradecérselo, ha creado 
					a Dios”. El vizconde Charles de Foucauld, el gran místico 
					católico francés (el “marabut” de Tamanrasset), advertía: 
					“La verdad no se encuentra aquí ni allá, está repartida. 
					Dios no es propiedad de los cristianos, hay partículas de 
					Dios diseminadas en todos los corazones de los hombres. El 
					Reino de Dios está en medio de todos. En todos los lugares 
					se detectan signos del Reino que están actuando en los 
					lugares más inverosímiles”. Tomen nota unos y otros. 
					 
					En esta pueril pero enconada polémica religiosa, sin visos 
					teológicos de solución, quédese el amable lector con esta 
					“Parábola del anillo”, escrita por G.E. Lessing (1729-1781) 
					en su famosa obra de teatro “Natán el sabio” (acto 3º, 
					escena 7ª): “Y así, de heredero en heredero, llegó el anillo 
					finalmente al padre de tres hijos, los tres igualmente 
					obedientes y por ello los tres con el mismo amor amados. 
					Sólo de vez en cuando le parecía ser ya el uno o el otro, ya 
					el tercero -cuando se hallaba a solas con uno de ellos y los 
					otros dos no dividían su amante corazón- más digno del 
					anillo que, por piadosa debilidad, había prometido por 
					separado a todos ellos. Así marcharon las cosas, mientras 
					fue posible. Pero se acercaba la muerte y el bondadoso padre 
					se sintió indeciso. Le dolía causar tal daño a dos de sus 
					hijos, confiados en su promesa. ¿Qué hacer? / Envió en 
					secreto el anillo a un artífice, con encargo de no escatimar 
					gastos ni esfuerzos para hacer otros dos absolutamente 
					iguales. Así lo hizo el artífice, con tal primor que cuando 
					llevó los anillos ni siquiera el padre pudo distinguirlos. 
					Contento y feliz llamó a los hijos y separadamente entregó a 
					cada uno con su bendición su anillo. Y murió. / Ocurrió 
					después lo que era inevitable. Apenas muerto el padre, cada 
					hijo presentó su anillo y cada uno quiso ser dueño de la 
					casa. Pruebas, reclamaciones, pleitos… de nada sirvieron: 
					fue imposible distinguir el anillo verdadero. / Casi tan 
					imposible como distinguir nosotros la verdadera fe”. 
					Cordialmente dedicado a “los tres hermanos”: mis buenos 
					amigos judíos, cristianos y musulmanes. Y que el fraticida 
					sea anatema.  
					 
					En puridad, las religiones no son sino muletas 
					espacio-temporales para acercar cada cultura a su idea 
					concreta de Dios. Como dirían los latinos “Sol lucet omnibus” 
					(El sol luce para todos), dése así pues cada uno, en su 
					responsable albedrío y sin imposiciones de nadie, el 
					bronceado solar que estime oportuno. Cada hombre, cada 
					mujer, es en sí una vía de realización, un camino personal e 
					intransferible hacia el insondable Infinito. Salud y paz, 
					hermanos. 
   |