Era una mujer que aspiraba a
casarse con quien tuviera posibles económicos para poder
disfrutar de una vida muelle que en su casa no tenía. Un
sueño que no se cumplió, aunque el marido que le cupo en
suerte era honrado a carta cabal y estaba acreditado como
alguien que se dejaba la piel trabajando como pluriempleado,
a fin de que los suyos pudieran vivir más que dignamente.
Pero su esposa le reprochaba diariamente que él ganaba muy
poco y le recordaba nombres y apellidos de otros que ganaban
muchísimo más y hasta llegaba a calificarle de tonto por no
conseguir los dineros que su amigo, fulanito de tal,
conseguía estraperleando. Aquella mujer, además, no se
cansaba de quejarse amargamente de que las tareas de la casa
la tenían absorbida y no le permitían tomarse el menor
respiro, a pesar de que en el hogar no faltaba ninguno de
los electrodomésticos del momento. Y no conforme con ello,
cada noche, cuando el marido regresaba harto de bregar todo
el día en diferentes tajos, ella volvía a lamentarse de todo
lo habido y por haber.
El hombre hacía acopios de paciencia y procuraba por todos
los medios mantener la calma ante aquel egoísmo manifiesto
de su esposa. Las amistades de ambos comenzaron a tacharlo
de calzonazo; debido a que la mujer tampoco se cortaba lo
más mínimo en reprocharle en público todo lo que a ella le
disgustaba de él.
Aquel hombre murió relativamente joven y ella, su mujer, lo
lloró en el velatorio con un desconsuelo tan descompasado
que más que pena causó risa entre quienes estaban al tanto
de cómo había tratado en vida a su difunto marido.
He aquí, pues, el evidente maltrato a un hombre en época
donde las mujeres, desgraciadamente, estaban sometidas al
yugo del llamado aún patriarca de la casa y sin la menor
protección por parte de unas leyes que amparaban solamente a
los varones. Un caso que formaba parte de otros muchos
cuando lo corriente era lo contrario.
Lo corriente era que la mayoría de los hombres, sin
distinción de clase, tuvieran a las mujeres para cubrir sus
necesidades de cama, prestas a la ayuda y entregadas a la
crianza de los hijos. Y que en cuanto ellas se salieran de
las normas establecidas, ellos estaban legitimados para
castigarlas acorde con la severidad que cada cual creyera
conveniente y según el grado de maldad que atesoraran en sus
entrañas.
Aquellas mujeres, ricas, de medio pelo o pobres de
solemnidad, no encontraban comprensión ni contando su
calvario. Porque padres, asesores religiosos, conocidos...
más que buscar soluciones se limitaban a pedirles a las
víctimas que procuraran no irritar a sus verdugos. Y éstas,
atiborradas de dolor y muy avergonzadas, procuraban mentir
acerca de por qué lucían un ojo tumefacto o la mejilla
herida por el bofetón de una mano ensortijada.
El martes se ha celebrado el Día Internacional contra la
Violencia de la Mujer. Porque los hombres que entonces
pegaban ante la indiferencia y la hipocresía generalizadas,
ahora matan más que nunca. Una locura. Una tragedia sólo
evitable cuando los hombres entiendan que la vida no se
acaba cuando una mujer diga que las relaciones están
caducadas o se muestren agrias de carácter o egoístas hasta
extremos insospechados.
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