Yo también, como Dámaso Alonso, me
senté en la orilla: quería preguntarte, preguntarme tu
secreto; convencerme de que los ríos resbalan hacia un
anhelo y viven. Fuera de la sociedad, el hombre es una
bestia o un dios; pero es que, dentro de ella, todo parece
vestirse de una tristeza que deprime a los más optimistas.
La depresión en nuestra hábitat social, dicen los entendidos
en cuestiones mentales, que lleva camino de convertirse en
la locura de las nuevas generaciones, en un cataclismo sin
precedentes. La salida farmacológica no tiene buena
digestión y causa vómitos tan crueles como dejar de quererse
uno asimismo. La verdad que le temo a este nuevo virus que
se inyecta en la gente como un zángano abejorro que chupa
toda la alegría de vivir, a un haz de gentes, que son
precisamente el centro donde se anuda y anida el mundo.
Porque lo importante es la persona, toda persona, si alguna
falla, por mínimo que sea su agua celular en el río de la
vida, otra vez vuelve el vacío y otra vez retorna el diluvio
de los desastres.
Me niego a que nos gobierne la vida el desespero y la
desesperanza, que los poderes y las endemoniadas
multinacionales nos roben la vida que nos pertenece, el amor
que nos cautiva y enciende. Hay quien dice que la depresión
siempre es una prueba o crisis espiritual que deviene de una
negación del amor. Esta prueba o crisis produce diversas
somatizaciones en el organismo con síntomas, a veces muy
severos. La verdad que malvivimos en la mayoría de las
veces, lo hacemos en una sociedad profundamente dependiente
de la ciencia y la tecnología y en la que nadie sabe nada de
estos temas, sólo unos expertos con frío corazón, casi
siempre endiosados hasta la médula. Ello constituye una
fórmula segura para el naufragio, porque han desterrado el
amor de sus absurdas ecuaciones, con el consiguiente nido de
perversiones, que los sentimientos humanos no pueden
soportar por mucho tiempo.
Está visto que la depresión y la angustia son siempre
manifestaciones de sufrimiento. Lo tienen las miles de
personas sin techo. Las que teniendo techo no tienen hogar.
Los que no encuentran trabajo. Aquellas personas que sufren
algún tipo de violencia o violaciones. Los que teniendo
trabajo lo tienen en precario. Lo cruel de la situación es
que lejos de menguar parece que el río de contratiempos se
desborda. A juzgar por Cáritas, en los últimos tiempos
aumentó un 40% la petición de ayuda. Y lo que es peor, en la
medida en que el sufrimiento de los niños se permite, se
acrecienta el desamor. También ha llegado el momento en que
el sufrimiento de los demás se convierte en espectáculo.
Sólo hay que ver algunos programas de televisión donde el
ensañamiento, a cambio de unas migajas, se ha convertido en
algo corriente. Todas estas maldades de la nueva época, de
resentimiento y saña, al final pasan factura a toda la
sociedad. Y así, también cada día, crece el número de
personas que dicen haber perdido la alegría y la
satisfacción de vivir, la capacidad de actuar y obrar, la
esperanza de recobrar el bienestar, cayendo en un sombrío
ánimo que desespera a cualquiera.
En ese universo de sufrimientos también están aquellos que
tienen todos los bienes materiales, porque la gente tampoco
es más feliz por ello. Especialistas en el tema consideran
la influencia de la infancia, incluyendo la importancia de
una familia unida. Muchos estudios, muestran que los niños
sufren cuando sus padres se divorcian.
Al parecer, nuestra felicidad en la vida adulta, está
influenciada por una combinación de factores. Nuestra
situación financiera juega una parte. Otros elementos
importantes incluyen el ambiente del trabajo, la calidad de
las relaciones familiares y de las amistades, y el estado de
salud. Asimismo, son factores clave el grado de libertad
personal y la clase de valores personales que tenemos. En
cuanto a este último punto, los análisis muestran que la
gente con principios suele encajar mejor los golpes de la
vida y ser más feliz.
Sea como fuere, una persona que ha caído en depresión
necesita compañía y ayuda para poder superar la soledad y el
aislamiento, necesita que alguien le abra los ojos para ver
los ríos de la belleza que también cohabitan en la tierra, y
para ello es preciso que descubra cuáles son las fisuras y
grietas de su personalidad por dónde se han filtrado las
aguas turbias de la depresión. Un problema que debe ser
prioritario para la sanidad y que mucho me temo no lo está
siendo, en la medida que la existencia de intervenciones
sanitarias efectivas, suelen brillar por su ausencia, sobre
todo en cuanto a la prevención. A veces fallan las medidas
de información al ciudadano. Otras veces la cooperación
entre especialistas y el médico de familia. La pasividad del
sistema sanitario no interviniendo en grupos de riesgo
también causa bochorno. El tema, sin embargo, debería
considerarse de gran importancia, primero por su magnitud,
luego por la gravedad e impacto social, y porque es un
factor de riesgo de suicidio y las muertes por esta causa
son prevenibles.
Evidentemente, el panorama actual revela una sociedad en
sufrimiento, perdida y que flota a la deriva de un poder
económico esclavizante. La desesperación de la gente, en
ocasiones, es brutal y busca guías, pero éstas sólo
encuentran la vía de la medicación, que está alcanzando
proporciones alarmantes, o el escape en los falsos guías del
alcohol y las drogas. Esta es la realidad pura y dura. En
suma, pienso que faltan profesionales para esta enfermedad
del nuevo siglo, que no excluyan del sendero de la
felicidad, la reflexión y el autocontrol propio, el
esfuerzo, la conversión o búsqueda de una vida más
interiorizada y más compartida. Por otra parte, considero
que habría que pedir a las instituciones sanitarias que
asegurasen condiciones de vida dignas a las personas
deprimidas y que elaboren políticas a favor de la juventud,
orientadas a ofrecer a los jóvenes motivos de esperanza,
para que ellos que son el futuro, cambien el galopante y
actual rumbo social depresivo que padecemos.
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