Me siento tremendamente raro.
Estoy desplazado en el tiempo, pero no en el espacio,
retornando hasta aquél día en que me despedí de mis
compañeros de la empresa. Tengo la sensación de que he
retrocedido año y medio, o de que el tiempo se paró aquel
día.
¿Qué me pasa?, pues que vuelvo a trabajar, aparcando mi
condición de jubilado y dejándola en la cartera de mano bien
guardada.
No es que sea por la crisis, aunque ahora aprieta bastante
no ahorca, sino que debo y tengo que cumplir la parte que me
corresponde del convenio laboral y profesional. O sea que
vuelvo al tajo porque mi situación es ésta: se acabó lo que
se daba del 85% de jubilación. Ahora he de cumplir el 15%.
Fastidioso, de veras, volver al despacho que dejé.
Muchas cosas han cambiado. Desde la desaparición de un
compañero de trabajo y de comidas al que un repentino
infarto lo quitó de en medio, hasta descubrir nuevas caras.
Una de estas nuevas caras ha tomado posesión del que fue mi
despacho, que está ahora irreconocible, y se niega en
redondo a dejar “mi sillón con respaldo acolchado y
apoyacabezas”
El director es nuevo, no lo conozco hasta ayer, y al verme
entrar en las oficinas, averiguando quién soy, se ha quedado
de una pieza. No sabe, así de sopetón, donde “ponerme”.
Declara que lo he pillado por sorpresa y que al no esperarme
no ha tomado diligencias… buenos estamos, entro de nuevo en
la empresa municipal y sólo para mirar musarañas. Cobrando
desde luego.
Este es el problema de la nueva generación de jubilados
parciales. Aparte de la congoja que produce a algunos
regresar de nuevo al tajo, existe el meollo del puesto de
trabajo.
Ahora he de volver a empezar a conocer a mis nuevos
compañeros, los antiguos ya no están porque al ser de la
misma edad han ido jubilándose, también parcialmente, a lo
largo de ese tiempo en que he permanecido fuera. Otros se
han jubilado totalmente al cumplir la edad reglamentaria…
He de volver a empezar a acostumbrarme a la rutina horaria
de entrada-salida-comida-entrada-salida a horas fijas.
He de volver a empezar a trabajar con el programa
informático que usa la empresa y para ello necesito estudiar
el mismo al ser distinto al que tenía entonces.
He de volver a empezar a tomar café a las diez, pero sólo
tomarlo en la máquina ubicada en el vestíbulo. No existe
tiempo para salir a la cafetería, entablar conversación con
conocidos, darme una vuelta por el mercado y regresar media
hora o dos horas después. Eso se estila en Ceuta, aquí es
imposible.
Lo malo, ¿o bueno?, es que mi nuevo despacho está en
Miramar, casi en la cima de Montjuic, la montaña de
Barcelona que tiene fama mundial porque en sus estribaciones
se celebran ferias y congresos.
Es un nuevo despacho, amplio y con ventanales que dan a la
ciudad y que se ve en toda su grandeza. Pero no es un
despacho solo para mí, como el de antes, sino un despacho
multicompartido. ¿Qué le vamos a hacer? Lo raro es que ahora
me veo rodeado de caras jóvenes, de 20 a 30 años, cuando
antes el más joven tenía 58 años.
Es ley de vida, unos se largan y otros llegan.
Lo raro está en que yo regreso.
El acceso hasta mi nuevo despacho es totalmente innovador:
en funicular. Un funicular que funciona totalmente solo,
digo automáticamente solo. Me deja un poco perplejo cogerlo
a primera hora de la mañana. Su plataforma es escalonada y
normalmente a primera hora está completamente vacío. Solo
yo. Cuando arranca, me arranca un respingo. La subida a la
montaña, a través de un estrecho túnel, la hace lentamente,
en completo silencio sepulcral y ello me hace pasar por la
imaginación que estoy entrando en un horno donde se
incineran cadáveres. ¿No te jode?
La sensación que percibe uno al entrar de nuevo en el
trabajo es la de encontrar gente que miran como si vieran un
viejo paquidermo que viene a invadir su aséptico espacio. La
autosuficiencia se nota como un halo que rodea a mis nuevos
compañeros. ¡Qué raro me siento!
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