Está visto que el problema de la
droga es como una mancha de aceite que invade todas las
capas sociales y todos los lugares. No hay frontera que se
le resista. La ciudadanía suele cerrar los ojos a este azote
hasta que no le toca a alguien próximo a su familia o
círculo de amigos. Por ello, es una buena noticia que la
nueva Estrategia Nacional sobre Drogas insista y persista en
promover conciencia social sobre los riesgos que supone
cualquier dependencia a sustancias. Entre otras cosas porque
aún no se ha conseguido nada al respecto. Las estadísticas
nos apuntan datos verdaderamente alarmantes. Lejos de
disminuir el consumo, aumenta, y la edad de inicio empieza a
edades cada vez más tempranas. ¿Qué hacer, pues, frente a
este cataclismo humano causado por las adicciones? La
pasividad social es incomprensible, puesto que los adictos
son personas sufrientes que, habiendo perdido su libertad
por el consumo de estupefacientes, intentan disimular su
dolor a sabiendas que la sociedad les excluye y no les
entiende; esa misma sociedad y esos mismos poderes públicos
que hacen bien poco por perseguir a los traficantes. El
supermercado de la droga funciona en cualquier esquina, a
cualquier hora y en horario permanente, con todo el descaro
del mundo y nadie le hace cerrar la persiana.
La nueva Estrategia Nacional sobre Drogas he dicho que es
una buena noticia, otra cuestión es que llegue a ser una
realidad eficiente y eficaz. Hay que saltar ese paso, de los
buenos propósitos hay que caminar a tomar los hechos como
son, una evidencia que precisa medidas contundentes. España
puso en marcha su primera Estrategia Nacional sobre Drogas
en el año dos mil, sin embargo el calado social no se
percibe en absoluto. Necesitamos manos tendidas, miradas más
amables y humanizantes de parte de cada uno de nosotros y
también de los poderes públicos. La mejor manera de afianzar
el rechazo a las drogas sería que no fuese tan fácil
conseguirlas. Hoy se habla mucho de prevenir, de anticiparse
a situaciones que pueden ocurrir, y paradójicamente se
desatiende en sus derechos y necesidades básicas a las
personas que necesitan más ayuda. En el papel todo queda
bien, pero luego el escenario es otro bien distinto y
distante a lo que se propone. El poder económico relacionado
con la producción y la comercialización de estas sustancias
escapa, la mayor parte de las veces, al control de la ley y
de la justicia. Y, por otra parte, cada día son más los
adolescentes abandonados a su suerte, sin hogar estable, con
la soledad como compañera de viaje y con la calle como
centro socioeducativo.
El negocio del mercado y del consumo de drogas demuestra que
vivimos en un mundo de hipocresía total. Las propuestas
humanas del cambio social suelen dormitar en el espíritu de
la ley. Como consecuencia de ello, numerosos adolescentes,
niños que no han tenido niñez, piensan que todos los
comportamientos son equivalentes, pues ni apenas llegan a
distinguir el bien del mal. En su guión de vida no figura el
sentido del riesgo y de los límites, entre otras cosas
porque nadie se lo ha instruido, y sus conductas carecen de
capacidad para el discernimiento. Quizás, pues, la mejor
estrategia sea ayudar a vivir, con todo lo que ello
significa de ruptura y de esperanza.
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