Hace muchos años, cuando decidí
retirarme de los banquillos, en plena madurez y sin que me
faltara trabajo, me dio por regentar un negocio en la plaza
del Teniente Ruiz. Y a él solían acudir casi todos los
entrenadores cuyos equipos arribaban a la ciudad para
enfrentarse a la Agrupación Deportiva Ceuta o al Imperio.
En el Pub Tokio, que así se llamaba el establecimiento,
mantuve conversaciones con muchos compañeros que no se
explicaban aún los motivos por los cuales dije un día que ya
no entrenaba más. Y a casi todos les respondía lo mismo:
creo que hace tiempo que debía estar entrenando en Primera
División; y en vista de que ello no me ha sido posible, he
decidido que lo mejor es retirarme antes que arrastrarme por
una categoría que no me produce estímulos necesarios para
continuar en el tajo.
Cuando algunos entrenadores, los que menos conocimientos
tenían acerca de mi forma de ser, mostraban cierta extrañeza
ante la contestación, les tranquilizaba: inmediatamente les
decía que a lo mejor yo padecía de bovarismo; y, a renglón
seguido, les aclaraba lo que significaba el vocablo. Estado
de insatisfacción debido al desajuste entre la alta
concepción de sí que tienen algunas personas y sus
condiciones reales.
Porque entonces, entre los años setenta y ochenta, estaba
convencido de estar preparado ya para ocupar un sitio en la
División de Honor del fútbol español. Y, como algunos
directivos de esa categoría, unas veces por hache y otras
por be, siempre ponían pegas a mis méritos cuando se trataba
de contratarme, me dio por pensar que a lo mejor era yo el
equivocado al valorar demasiado mis cualidades. Con lo cual
podría estar cayendo en un estado de bovarismo puro y duro.
Así que decidí retirarme de una profesión en la que podía
haber estado ganando muchísimo más dinero, durante algunos
años, que lo que a partir de mi retirada pude ganar. Créanme
que las diferencias eran astronómicas. Había que echarle
mucho valor al asunto, pero era necesario para no acabar
yendo de ciudad en ciudad con el norte perdido y buscando
siempre excusas a una falta de ilusión que ya había brotado
con toda su fuerza.
José Enrique Díaz, cuando militaba en el filial del Betis,
fue uno de los entrenadores que pasaron por el Pub Tokio;
tal vez porque su equipo estaba alojado en el Hotel Ulises.
Y me lo presentó el masajista, cuyo nombre se me ha olvidado
con el paso de los años. Era un Díaz muy joven, repleto de
ilusiones y con la esperanza de ser, más pronto que tarde,
entrenador del primer equipo.
Recuerdo, no sé si él tiene tan buena memoria, que el
Imperio era el último clasificado, aunque sus jugadores
podían reaccionar en cualquier momento. Y Díaz, dejándose
llevar por las circunstancias, dijo más o menos que el
Imperio era pan comido. Y el filial del Betis salió
derrotado por muchos goles.
Pero aquel entrenador, joven y deseoso de trabajar duramente
para ser alguien en un fútbol por el que se pirraba, me
imagino que aprendió la lección. Porque a partir de entonces
su carrera fue meteórica e hizo trabajos realmente
destacados.
Lo que no ha aprendido José Enrique Díaz es a ser director
técnico. Por lo tanto, debería meditar si más que descansar
un mes no le convendría dejar ese empleo. Ya que a lo mejor
padece de bovarismo...
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