EN uno de esos trabajos “al límite” en el que tu intérprete
se da la vuelta y se niega a seguir. Así que intentas
preguntar a su compañero si te acompaña y también te da la
negativa por respuesta. Después sugieres el plan a tres
periodistas del lugar, cada uno de los cuales rechaza
consecutivamente tu oferta con varios grados de educación
que van del “no, gracias” a una risa seca y un movimiento de
cabeza. Entonces te cuestionas a ti mismo, reconociendo que
una gran parte de ti tiene miedo y no quiere ir a ningún
sitio y, por supuesto, no sin intérprete. Pero una mezcla de
orgullo y curiosidad te hace seguir adelante a pesar de todo
hasta adoptar una actitud en la que haces lo que Winston
Churchill describió como “joderse y aguantarse”. No es lo
que te enseñan en las escuelas de periodismo. Pero es
orgullo y a maldita tozudez a lo que a menudo se reduce
todo.
Además, el conflicto es la frontera más remota de la lógica
al revés. Si quieres nadar en su río tienes que armarte de
fe. Si deambulas esperando que todo tenga sentido y se
alivien tus temores, puedes quedarte en casa. Más sencillo,
el trabajo de un reportero de guerra es caminar hasta la
habitación oscura del final del pasillo y entrar. De otra
forma, ¿cómo conseguirás saber lo que hay dentro?
Sin embargo, admito que en teoría el plan era un podo
demente. Una nueva guerrilla del Ejército de Liberación
Nacional Albanés (NLA) se había apoderado de una pequeña
franja de territorio que va de la frontera madeconikosovar
hasta la ciudad madedonia de Tetovo. Como cualquier nuevo
grupo insurgente eran recelosos y estaban muy nerviosos, una
actitud agudizada por una condena mundial que les había
tachado de terroristas. Para llegar hasta ellos desde Kosovo
tenía que infiltrarme a través de las fuerzas alemanas de la
OTAN que intentaban sellar la frontera, cruzar la cima
nevada del monte Shara, de 2.500 metros, y aparecer detrás
de las posiciones de la guerrilla, con la esperanza de que
me dieran, al menos, una bienvenida neutral antes de
escoltarme hasta el frente, donde estaba la acción.
En la práctica, tomando como baremo algunos de los trabajos
realizados tanto por mí como por otros, el plan era
factible. Reconocía que había la menos un 80 por ciento de
posibilidades de que funcionara sin grandes contratiempos.
En cualquier caso, las probabilidades siempre son relativas
y dependen de la percepción. Es tan sólo cuestión del lado
que escoges para mirar. Si juegas a la lotería, unes el
optimismo a las oportunidades matemáticas. Así que un
escenario en guerra tan sólo inviertes el modo de verlo y
¡abracadabra!: el 80 por ciento te da una libertad de acción
muy grande para arreglártelas con tu miedo.
No tenía contacto con el NLA y en cambio había ideado esta
ruta, que daba la casualidad de ser una de sus vías de
abastecimiento, mirando un maña y percatándome de que entre
los cortados y las gargantas que se extienden a lo largo de
la frontera había sólo un lugar por el que se podía cruzar:
el monte Share. Después, me pasé un par de días ganduleando
en el bosque con un par de prismáticos con la intención de
averiguar dónde estaban los puestos de observación alemanes,
a qué intervalos se movían sus patrullas y qué camino
utilizaba el NLA para sacar heridos y meter municiones.
Sin embargo, la falta de un intérprete planteaba un problema
real. Tienes que explicar muy rápido quién eres y adónde vas
a los alterados insurgentes. Finalmente, conseguí que la
chica que concía tendiera una dulce trampa en un club
nocturno de Prístina. Rastreó el bar en busca de un joven
kosovar que hablara inglés, después tonteó con él antes de
sacar el tema de la insurgencia albanesa en Macedonia. Por
supuesto, en unos minutos, al pobre imbécil se le deshacía
la boca en declaraciones de apoyo eterno a “la causa”. La
chica le pidió que probara su coraje cruzando la frontera
conmigo. Y así fue como conseguí a mi intérprete. Se llamaba
“Timmy”. Pobre chico. Un buen timo, no obstante.
Aunque llevaba muerto casi un año, Miguel estaba muy
presente en mis pensamientos durante este período de
planificación en Kosovo. Los reporteros de guerra, o lo que
sea que seamos, somos un club exclusivo. No hay lista de
socios pero de alguna manera se sabe si estás dentro o no.
La mayoría de los miembros llegan individualmente después de
algún largo camino personal. En ocasiones, llegan en grupos
de dos o de tres vinculados gracias a un lugar o un momento
determinado. Ese era mi vínculo con Miguel. Ambos fuimos del
“Curso de Bosnia del 93”, si quieres llamarlo así. Y si no,
jódete. Fuimos sólo nosotros dos, que yo sepa, quienes
dejamos lo que estábamos, o no estábamos, haciendo en
nuestras vidas, allá en casa, y nos lanzamos a la carretera
en solitario hacia Bosnia ese año a probar suerte,
engancharte con los otros y lograr seguir el curso. Pero
aunque había oído hablar de él antes, rumores de un joven
español que vivían en Mostar, nunca nos encontramos hasta
principios del 94.
Yo estaba sentado fuera del porche de una casa croata en la,
en es época, Bosnia Central bebiendo whisky con un oficial
británico lleno de cicatrices en la cara, un ex marine de
Zimbabue. Hablábamos de la película de Clint Eastwood
Infierno de cobardes. Miguel apareció de entre la noche en
una moto con una linterna maglite enganchada entre sus
dientes como única iluminación para la carretera que tenía
delante y en busca de la chica de la que creía estar
enamorado. Yo había seguido la pista del rugido de la
máquina pero no lo relacioné, aunque lo intenté, con el
acercamiento de ese diminuto halo de luz a través de las
tinieblas de la noche y me quedé sin palabras, más allá del
“qué coño...”, cuando se detuvo junto a mí y desmontó ese
tipo larguirucho con esa nariz. Miré al británico de la cara
marcada para captar el momento: “Ahí va un tipo diferente”,
refunfuñó. Bastante borrachos y llenos de historias de
guerra, aquel soldado rodesio y yo puede que no hubiéramos
llevado demasiado bien la aparición de ningún español. Sin
embargo, con una entrada como esa que más podíamos hacer
sino mirar bien al “motero” y escuchar su historia, darle un
lugar para dormir.
Ese fue el comienzo de una amistad. Como yo digo, el curso
del 93 sólo tenía dos graduados. Él era todo coca-cola, café
y Dios mientras que yo era nihilismo, narcóticos y Radiohead,
pero fuera como fuese, estábamos muy unidos. Y durante los
siete años siguientes, a veces juntos, más a menudo
separados, trabajamos en una gran variedad de ambientes que
incluyeron Chechenia y Sierra Leona así como Bosnia y
Kosovo. Desde que le mataron, bueno, está conmigo tanto como
siempre que me ponía en carretera: una especie de comité de
asesoramiento espiritual sobre mis planes y decisiones. Y
pese a todos mis temores sobre lo factible de cruzar la
frontera hasta Macedonia para reunirme con el NLA, estaba
seguro de que Miguel lo hubiera hecho. De hecho, y aunque no
lo sabía cuando Timmy y yo subíamos a duras penas y a pie la
montaña, con el pesado teléfono satélite y el portátil
cargado a la espalda, él estaba ya al otro lado,
esperándome.
La capa de nieve sobre el Share tenía dos kilómetros de
largo y en algunos lugares montones de escondidos envolvían
nuestras piernas hasta el muslo. Al margen del arduo
elemento físico del viaje y del sonido de morteros y de
fuego pesado delante de nosotros, no vimos ni un alma hasta
que, empapados en sudor y exhaustos, descendimos hasta el
primer pueblo de Macedonia en poder del NLA. No nos
recibieron exactamente con una alfombra roja ni con la banda
municipal pero tampoco fueron abiertamente hostiles. Nos
dieron comida y un lugar para pasar la noche mientras
decidían qué hacer con nosotros.
A la mañana siguiente, con su permiso, nos trasladamos hacia
el sur hasta el cuartel general rebelde en Vejce, un pueblo
que está justo debajo de Tetovo. En una habitación en
penumbra y llena de humo un comandante del NLA explicaba los
propósitos de la guerra en un monólogo bastante acartonado
que incluía las habituales medias verdades y rotundas
mentiras. En la habitación, con él, estaban un par de
guerrilleros. Uno me era vagamente y nos miramos mutuamente
durante algún tiempo creando esa típica situación incómoda
de reconocimiento parcial antes de comenzar a hablar y
descubrir que nos habíamos visto antes, dos años antes, en
el norte de Albania durante los bombardeos de la OTAN.
Entonces me dijo algo que nunca olvidaré. El pelo se me
erizó al mirar a mi alrededor para ver si había alguien más
de quien no me había percatado en la penumbra. Sí que lo
había. No podía verle.
“Conocí un periodista una vez –dijo el guerrillero–. Se
llamaba Miguel. Cruzó de Albania a Kosovo con nosotros en
1999. Era un buen hombre. Sé que ahora está muerto.”
Dos días después crucé el monte de regreso a Kosovo con una
recua de mulas y cuatro guerrilleros. Había una ventisca en
la cumbre del Share y nos llevó ocho horas atravesarlo,
forcejeando entre el vieno y la nieve con los animales que
se escurrían, se quedaban atascados e iban perdiendo su
carga. Durante los dos días anteriores, la situación se
había vuelto bastante peligrosa. Vejce fue bombardeado
intensamente, la casa donde paraba fue alcanzada y un vecino
murió. Pero mientras bajaba la montaña, ya de vuelta hacia
la seguidad, me di cuenta de que últimamente no había
aprendido mucho del NLA o de su insurgencia. En este caso en
particular, el miedo, el cansancio y el peligro no estaban
justificados por la iluminación de conocimiento real. Pero
eso no es lo que importa. Lo tienes que hacer de todas
formas, averiguar lo que Yeats llamó “el solitario impulso
del placer”.
Y sobre todo, llevo conmigo el recuerdo de las palabras del
guerrillero. Más que un eco de tiempos pasados, aquellas
pocas frases fueron una proyección del mañana y un homenaje
a un observador querido mejor que cualquier recuerdo
doloroso de tiempos pasados. En cierto sentido, aquellas
pocas frases me hicieron flipar. Quiero decir, intentas
esquivar los puestos de observación de la OTAN, arrastras el
culo por 2.500 metros de roca, cruzas la frontera
ilegalmente con tanta nieve que los animales se quedan
atrapados alrededor tuyo, después te enganchas a un pelotón
malhumorado de guerrilleros considerados “terroristas” por
el mundo occidental para encontrar que tu compañero muerto,
asesinado en África occidental casi un año antes, está ya
allí antes que tú, e intentas mantener la calma. Sin
embargo, pensándolo mejor, el trabajo mereció la pena sólo
por oír esas palabras. Curso del 93: la amistad va más allá
de las fronteras de esta tierra.
* Artículo de Anthony Loyd, enviado especial de The Times,
tomado del libro Los ojos de la guerra, en el que 70
compañeros de profesión de Miguel Gil le rinden homenaje.
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