Parto de una realidad. Al fin y al cabo la literatura es
vida vivida. Noviembre huele a silencio de familia por entre
los cementerios, (campos santos para los creyentes), a losas
de ausencia que te vuelven ausente y a soledades profundas
que te tornan filósofo, a recuerdos presentes y a presencias
que nos evocan lo vertiginoso que se pasa la estación de la
vida y lo pronto que llega uno al destino de la muerte.
Antonio Machado, poeta visionario como pocos, solía ofrecer
su propia infusión de consuelo al respecto: “la muerte es
algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte
no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”. En
cualquier caso, de la muerte surge el drama del ser humano:
el hombre, frente a esa meta, y no puede por menos que
plantearse la pregunta acerca del sentido de su existencia
en el mundo. La literatura antigua y moderna, la filosofía,
la sociología, la ética y la moral, el arte y la poesía, se
interrogan acerca de un asunto tan apasionante como
inevitable. Ahora bien, las respuestas a menudo resultan
confusas, contradictorias o, incluso, desesperadas. Las
diversas expresiones literarias han sido uno de los medios
que se han utilizado para manifestar su atracción o rechazo
a esa danza de sombras mortecinas, casi siempre
representadas tan negras como el azabache y tan tristes como
una ciega noche sin luna.
La muerte es, sin duda alguna, la realidad más dolorosa, más
misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición
humana. Como afirmara un célebre filósofo alemán del siglo
XX, “el hombre es un ser para la muerte”. Sin embargo, desde
la misma literatura, el fatalismo y pesimismo de esta
afirmación existencialista y real, en ocasiones se ilumina
metafóricamente y se llena de sentido trascendente. Y así,
para Tolstoi, “la muerte no es más que un cambio de misión”.
De igual modo, en las “Danzas de la Muerte” se simbolizan la
finitud de la vida, el último arrepentimiento y la postrera
ilusión; todo ello cargado de un mensaje moral, de una
ironía estremecedora que a veces raya el esperpento.
Verdaderamente significativo es “la muerte o antesala de
consulta” de Vicente Aleixandre, donde recrea el temible y
angustioso momento, valiéndose de un lenguaje innovador, de
imágenes desconcertantes y de un tenebroso simbolismo, que
hace del texto un perfecto modelo de relato onírico. “Iban
entrando uno a uno y las paredes desangradas no era de
mármol frío”.
Como un acto plenamente humano, siempre llega la muerte. Es
un fenómeno único, irrepetible, e intransferible, al igual
que también lo es la singularidad de un verso, en el que
desemboca la existencia de toda persona, para el que unos
llegan mejor preparados que otros, en función de su propia
poética cultivada y cautivada. Quizás para ser capaz de
“morir” humanamente requiera haber prestado antes una cierta
atención previa al hecho de fenecer, porque como ha sellado
José Hierro, “la muerte no se da al que sale tarde en su
busca”. Se habla de la tremenda soledad del trance, ya que
nadie puede sustituir a nadie y todos debemos morir como ese
verso a verso de gota a gota con el que la lluvia empapa la
tierra. En el fondo, tal vez la muerte sea ese poema
interminable que nos acompaña hasta el fin. Lo encontramos
en un epigrama de Séneca:
“Lex est, non poena, perire” (“Morir es una ley, no un
castigo). Precisamente, a partir de esta reflexión antigua,
Jorge Guillén se plantea serenamente su propia actitud ante
la muerte en una edad –alrededor de los cuarenta años- en la
que todavía no parece inminente ese momento. De ahí el
título, que sintetiza el sentido del poema: “Muerte a lo
lejos”, del que transcribo sus últimos versos: “…Y un día
entre los días el más triste/ será. Tenderse deberá la mano/
sin afán. Y acatando el inminente/ poder diré sin lágrimas:
embiste, / justa fatalidad. El muro cano/ va a imponerme su
ley, no su accidente”.
LA LÁMPARA DE LA MUERTE
La lámpara de la muerte es una persistente metáfora
encendida en todas las literaturas del mundo. Cada época
tiene su visión del último viaje y una misma voz por
remediar la enfermedad y evitar la expiración. Las mismas
vasijas, piedras talladas, armas, dibujos y restos humanos y
sepulturas prehistóricas, antes de la aparición de la
escritura, son ya grafías que manifiestan la luz, el soplo
de la existencia, sobre todo lo demás. Vida y muerte están
inexorablemente ensambladas sobre el lienzo del tiempo. La
muerte articula miedo y esperanza en las páginas vivas del
hombre. Sólo hay que dejarse llevar por el juglar del
tiempo. Observar cómo las mismas prácticas funerarias
acrecientan lo literario y lo transcienden en arte. La
inspiración enhebra pensamientos sobre incineraciones,
costumbre muy extendida por Europa desde la edad del Bronce,
también sobre inhumaciones que siempre han sido el modo más
extendido, hasta incluso el abandono con la exposición de
los cadáveres al sol o la momificación. En el escenario de
la vida caben todas las retóricas al igual que en el teatro
se pueden injertar todos los guiones que asombren. También
la muerte misma. Como acertadamente dijo Corneille: “cada
instante de la vida es un paso hacia la muerte”. En el
instante preciso surge el verso preciso, tras la noche se
enciende la mañana y un nuevo camino nos espera. A veces el
lenguaje del silencio en la hora suprema hace las mejores
obras. Tal vez por ello, sentenció Sófocles “que no se puede
juzgar la vida de un hombre hasta que la muerte le ha puesto
término”.
Uno de los tópicos literarios más generalizado ha sido el de
morir de amor. Quizás hoy ya no tanto. La muerte por amor
como única forma de acabar con el sufrimiento del enamorado
que no era correspondido es un abundante manifiesto de
literaturas. Este uso medieval del tópico va unido al
sentimiento cristiano de asociar la muerte con el fin de las
desdichas humanas, idea transmitida por los místicos
medievales. Así, un poeta como Juan de Mena entiende la
muerte como un fin consolador, liberador. Por otro lado,
muchos poemas de los cancioneros medievales abordan la
variante de vivir muriendo por el amor, o de vivir penando
ese amor. En la misma narrativa de la “Celestina”, el amor,
la muerte y la codicia (distintas versiones según los
personajes) toma vida y se puede ver cómo la muerte se
acepta como un remedio de los fracasos amorosos. El amor es
mentira, engaño, la única realidad es la muerte. Cuestión
que entroncaría con las “Danzas de la muerte”, obras
medievales en las que el sueño eterno aparecería como poder
igualador pues ante ella ni reyes ni plebeyos son más
importantes.
En ese fenecer de amor, un poeta como Garcilaso de la Vega,
explicita en el soneto XXV y, en general en toda su poética
incrustada a la muerte de Isabel Freyre/Elisa, el firme
deseo de morir después de la muerte de su amada para poder
hallarse con ella en el más allá. “Las lágrimas que en esta
sepultura/ se vierten hoy en día y se vertieron, / recibe,
aunque sin fruto allá te sean, /hasta que aquella eterna
noche oscura/ me cierre aquestos ojos que te vieron,
/dejándome con otros que te vean”. De igual modo, en el
barroco se pueden encontrar ejemplos del tópico en
cualquiera de los diversos géneros literarios; así en “El
caballero de Olmedo” de Lope de Vega cuando don Rodrigo
invoca a la muerte como remedio a su suerte de amante
desdeñado por doña Inés. La advertencia del poeta italiano
Pietro Metastasio de que “el que vive enamorado delira, a
menudo se lamenta, siempre suspira, y no habla sino de
morir”, viene a pedir de muerte. Por si acaso, servidor, se
queda con aquellos que piensan que no hay que morir por el
otro, sino vivir para disfrutar juntos.
SOMOS PARTE DE ESA MUERTE
Para el escritor François de la Rochefoucauld “ni el sol ni
la muerte pueden mirarse fijamente”. Sin embargo, somos
parte de esa muerte, entre el misterio y la mística, a la
que estamos llamados a adentrarnos. ¿A quién no le ha
fallecido un ser querido? Los cementerios en el umbral de
noviembre son primaveras y ríos de lágrimas. Cuántos
diálogos se prenden en el aire y cuántos sollozos se vierten
sobre los oídos del suelo. Es como si estuviésemos inducidos
a reanudar con los difuntos, la tertulia de la vida en lo
íntimo del corazón del tiempo, el poema que la muerte no
debe interrumpir. No hay persona que no tenga parientes,
amigos, conocidos que recordar. Tampoco existe familia que
no se remonte al tronco originario del verbo, con
sentimientos de nostalgia por la palabra que pudo haber sido
y no fue, o quizás si lo fue.
La comunidad gallega, por ejemplo, ha sido tradicionalmente,
un pueblo inclinado a las creencias ultraterrenas. La “Santa
Compaña” y la “devoción a las Ánimas” constituyen dos
ejemplos -pagano y cristiano- de esa preocupación del
gallego por el más allá. En la obra literaria de Rosalía de
Castro, donde tantos rasgos del alma popular aparecen
reflejados, no es extraño que también el mundo de los
muertos tenga figura. Para la excelsa gallega, más allá del
mundo de los vivos, pero también más acá, o, si se quiere,
al margen de un Cielo o un Infierno cristianos, se mueven
multitud de seres con los que es posible establecer
comunicación y que, de un modo u otro, siguen interviniendo
o participando de la existencia terrenal: esos seres son
designados frecuentemente por ella con el apelativo de
sombras, que están más allá de su duda individual,
pertenecen al acervo cultural de un pueblo que se niega a
abandonar la tierra cuando muere. A propósito, la poeta
escribe: “¡Moriré en el otoño!/ -pensó entre melancólica y
contenta-, / y sentiré rodar sobre mi tumba/ las hojas
también muertas”.
La conmemoración de los difuntos, obviando el negocio que
puede cohabitar hoy en día, tiene tras de sí un aluvión de
literatura. Queramos o no, hay sensaciones que se nos vienen
a la mente, nos hace pensar justamente en la fragilidad y en
lo precario de nuestra vida, en la condición mortal de
nuestra existencia. ¡Cuántas personas han pasado ya por esta
tierra nuestra! ¡Cuántos, que un día estaban con nosotros
con su cariño y su presencia, ya no están! Somos peregrinos
en la tierra y no estamos seguros de la soneto XXV y, en
general en toda su poética incrustada a la muerte de Isabel
Freyre/Elisa, el firme deseo de morir después de la muerte
de su amada para poder hallarse con ella en el más allá.
“Las lágrimas que en esta sepultura/ se vierten hoy en día y
se vertieron, / recibe, aunque sin fruto allá te sean,
/hasta que aquella eterna noche oscura/ me cierre aquestos
ojos que te vieron, /dejándome con otros que te vean”. De
igual modo, en el barroco se pueden encontrar ejemplos del
tópico en cualquiera de los diversos géneros literarios; así
en “El caballero de Olmedo” de Lope de Vega cuando don
Rodrigo invoca a la muerte como remedio a su suerte de
amante desdeñado por doña Inés. La advertencia del poeta
italiano Pietro Metastasio de que “el que vive enamorado
delira, a menudo se lamenta, siempre suspira, y no habla
sino de morir”, viene a pedir de muerte. Por si acaso,
servidor, se queda con aquellos que piensan que no hay que
morir por el otro, sino vivir para disfrutar juntos.
SOMOS PARTE DE ESA MUERTE
Para el escritor François de la Rochefoucauld “ni el sol ni
la muerte pueden mirarse fijamente”. Sin embargo, somos
parte de esa muerte, entre el misterio y la mística, a la
que estamos llamados a adentrarnos. ¿A quién no le ha
fallecido un ser querido? Los cementerios en el umbral de
noviembre son primaveras y ríos de lágrimas. Cuántos
diálogos se prenden en el aire y cuántos sollozos se vierten
sobre los oídos del suelo. Es como si estuviésemos inducidos
a reanudar con los difuntos, la tertulia de la vida en lo
íntimo del corazón del tiempo, el poema que la muerte no
debe interrumpir. No hay persona que no tenga parientes,
amigos, conocidos que recordar. Tampoco existe familia que
no se remonte al tronco originario del verbo, con
sentimientos de nostalgia por la palabra que pudo haber sido
y no fue, o quizás si lo fue.
La comunidad gallega, por ejemplo, ha sido tradicionalmente,
un pueblo inclinado a las creencias ultraterrenas. La “Santa
Compaña” y la “devoción a las Ánimas” constituyen dos
ejemplos -pagano y cristiano- de esa preocupación del
gallego por el más allá. En la obra literaria de Rosalía de
Castro, donde tantos rasgos del alma popular aparecen
reflejados, no es extraño que también el mundo de los
muertos tenga figura. Para la excelsa gallega, más allá del
mundo de los vivos, pero también más acá, o, si se quiere,
al margen de un Cielo o un Infierno cristianos, se mueven
multitud de seres con los que es posible establecer
comunicación y que, de un modo u otro, siguen interviniendo
o participando de la existencia terrenal: esos seres son
designados frecuentemente por ella con el apelativo de
sombras, que están más allá de su duda individual,
pertenecen al acervo cultural de un pueblo que se niega a
abandonar la tierra cuando muere. A propósito, la poeta
escribe: “¡Moriré en el otoño!/ -pensó entre melancólica y
contenta-, / y sentiré rodar sobre mi tumba/ las hojas
también muertas”.
La conmemoración de los difuntos, obviando el negocio que
puede cohabitar hoy en día, tiene tras de sí un aluvión de
literatura. Queramos o no, hay sensaciones que se nos vienen
a la mente, nos hace pensar justamente en la fragilidad y en
lo precario de nuestra vida, en la condición mortal de
nuestra existencia. ¡Cuántas personas han pasado ya por esta
tierra nuestra! ¡Cuántos, que un día estaban con nosotros
con su cariño y su presencia, ya no están! Somos peregrinos
en la tierra y no estamos seguros de la muerte no nos roba
los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los
inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba
muchas veces y definitivamente”.
Al hilo de lo anterior, por ejemplo, “En el reo de muerte”
de José Espronceda describe la amarga agonía, la súplica de
piedad, “y en sueños/ confunde/ la muerte, / la vida: /
recuerda/y olvida, / suspira, / respira/ con hórrido afán”.
Son visiones de un trance que cuando menos nos invitan a la
cavilación. El mismo léxico mortuorio es tan variado porque
el recogimiento de cada cual también lo es.
Resulta curioso que frente a una actitud de temeridad y
desprecio a la muerte, gran parte de la literatura de los
corridos mexicanos canten a la muerte de un hombre valiente:
“Porque era hombre valiente/ y de valor verdadero/ deseaba
mejor la muerte/ que estar allí prisionero”. No siempre la
muerte es algo cruel, a veces también se transforma en
divertimento, quizás por el mismo miedo o por despecho. Por
ejemplo, en este dicho popular mexicano queda bien patente
lo festivo: “El mundo es una arenita, / el sol es otra
chiquita, / y a mí me encuentran tomando/ con la muerte en
la cantina”. Quizás por ello, dijo Octavio Paz que “la
indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su
indiferencia ante la vida”.
La evidencia de Jorge Manrique en “coplas a la muerte de su
padre”, nos refrenda el paso de la vida, apenas sin darnos
cuenta, para concluir que: “partimos cuando nascemos,/
andamos mientras vivimos, / y llegamos/ al tiempo que
fenecemos; / así que, cuando morimos, / descansamos”. Sin
embargo, la perennidad es una de las raras virtudes de la
poética, que nos invitan a volver al verso y la palabra, tal
vez porque el mundo, el propio ser humano, no pueda ni deba
vivir sin literatura.
La muerte nos unifica y nos une, ya no digamos a los
amantes, basta evocar el famoso soneto de Quevedo: “Polvo
seré, más polvo enamorado”. Tal vez nos convenga vivir
considerando que se ha de morir, quizás entonces la vida se
hace más vida vivida.
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