El cementerio recobra la luz el día de los difuntos. No hay
lluvia que nuble el color de las flores y la sonrisa de los
paisanos por reencontrarse con los suyos tras varias semanas
o, incluso, un año sin mirarse de frente. Después de tanto
tiempo los nichos amanecen más sucios de como se dejaron y
el familiar también aparece diferente, a veces más cansado
que el año anterior y en otras casos con una alegría que
demuestra que el tiempo ha sido benévolo. Las arrugas, la
caída del pelo o la cana se acentúan.
Hay otros que, como los nichos y quienes los habitan,
permanecen a diario en este camposanto. Son los
enterradores. Ayer trabajaban todos ante la gran afluencia
de visitantes. “Cada año viene menos gente”, aseguró uno de
ellos. La tradición que mantienen los mayores y los vecinos
de siempre visitando a los difuntos el 1 de noviembre no se
transmite a través de los hijos y la cultura queda
lastimada. “Se ve que faltan jóvenes y que cada vez son
menos los que tienen la costumbre de venir”, comentó uno de
los sepultureros. También contribuyen las incineraciones al
descenso de visitantes. Pero la tradición es poderosa y se
impone a la aspereza de la modernidad.
Un trío policial dirigía el tráfico en las inmediaciones del
cementerio de Santa Catalina. “Sí hemos encontrado más
tráfico en la mañana de hoy que en otros años; el hecho de
que no haya habido mochila ha influido en que aumente la
cantidad de vehículos”, indicó uno de ellos. Los puestos de
flores continúan presentes y haciendo su particular agosto.
Floristería Lara, que lleva al servicio de los ciudadanos 40
años, lo hace desde 12 frente al cementerio.
La gente entra por la puerta con flores en las manos y acude
a las fuentes para llenar sus jarrones y darle vida eterna a
las plantas, único recuerdo que quedará con la despedida de
otro 1 de noviembre. Las flores sirven como tarjeta de
visita y dan sentido a la vida y la muerte. La flor puede
pasar de un estado a otro manteniendo su esencia: a veces
sirve para enamorar a una mujer y otras veces para iluminar
al difunto. “Sácanos en el periódico, a ver si así los
nietos de esta persona se acuerdan de él”, decía una pareja
ante la tumba de un fallecido sin tarjeta de visita. A la
espalda del patio número 3, que va a ser derruido en las
próximas semanas por la Ciudad, se encuentra un nicho más
florido que el resto. Seguramente él quisiera pasar
desapercibido, pero el pueblo lo recuerda como si fuera ayer
y le concede el privilegio de la memoria sempiterna.
“Él no hubiera querido tener una estatua en la Gran Vía, ni
que se le hubiera concedido una calle tan principal, porque
él no quería que nadie se enterara de lo que hacía. Era
médico y no sólo es que no cobrara a los enfermos, sino que
luego les pasaba un sobre con dinero a escondidas”, dice una
de las asiduas a la tumba del alcalde Sánchez Prado. “De
todas maneras, hoy hay menos flores que otros años, será la
lluvia (...) y lo mataron por ser socialista, una pena,
igual que a este” y se dirige hasta otro nicho copado de
flores rojas y tallos verdes henchidos de sabia aún. “Éste
era oculista, no es tan conocido como Sánchez Prado, pero
también se le quiere mucho porque se comportó como el
alcalde”. Santiago Araujo murió con 26 años también en la
frontera del Tarajal y también por ser socialista.
Sánchez Prado y su compañero de profesión decidieron tener
un nicho en medio de la masa y no quisieron resaltar con
respecto a nadie. “Los familiares de Sánchez Prado vinieron
al cementerio para llevárselo y vieron cómo estaba de
agasajado y cuántas eran las flores que le flanqueaban que
desistieron”. Otra de las presentes dijo: “Las flores las
tiene durante todo el año, no es hoy un día excepcional”.
Sigue la paz en el cementerio.
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