La salud humana es la que sufre en
mayor medida y de forma más importante las consecuencias de
los desastres medioambientales. La respuesta política, que
debe basarse en principios preventivos, debería estar con el
oído puesto en la ciencia y en sus profesionales,
prestándoles toda la ayuda necesaria que no pocas veces
escasea. Y los profesionales que ejercen la medicina también
debieran tener claro su trabajo, que no es otro que curar a
la persona enferma o al menos intentar incidir de forma
eficaz en la evolución de la enfermedad, aliviar los
síntomas dolorosos que la acompañan, máxime cuando está en
fase avanzada, y cuidar de la persona enferma en todas sus
expectativas humanas. Por desgracia no siempre es así, como
tampoco lo es el acceso igualitario a la asistencia
sanitaria.
Todo apoyo público, venga del terreno de la política o de la
ciencia, que promueva un mayor compromiso en la protección
infantil ante las amenazas y riesgos medioambientales,
especialmente en todo lo relacionado con la calidad del aire
y la seguridad química, bienvenido sea. Según los datos de
la OMS, las acciones sanitarias medioambientales podrían
salvar dieciocho millones de vidas anualmente en toda
Europa. El cambio climático es otro de los grandes desafíos
a escala global, cuestión que podría afectar a millones de
personas en los años venideros. La situación, pues, precisa
con urgencia que se de valor a la salud y se haga valer un
medio ambiente saludable.
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