La cuestión de los partidos políticos en España, entendida
como problema, es un hecho que casi nadie discute. Su
descrédito ante la opinión pública y ante distintos
estamentos sociales es una realidad insoslayable. Pero el
fenómeno no es reciente, sino que acompaña a nuestra
democracia desde el inicio de su andadura – que sobrepasa ya
los 30 años – y el malestar que genera no es ajeno al
malestar político que destila nuestra sociedad.
Nuestra transición democrática fue, en realidad, un proceso
cruento para sus principales actores políticos. Unos (la UCD)
pagaron la factura del franquismo y otros (el PCE) la del
antifranquismo. La ilusión que despertó en los ciudadanos la
llegada de los socialistas al poder no les hizo diferentes a
los demás partidos nacionales en cuanto al papel que el
partido debe jugar respecto al resto de la sociedad y ante
sus propios militantes. Seguramente, si ha habido un
partido, en todos los años de nuestra democracia, en el que
el poder del aparato ha sido impermeable a la participación
de los ciudadanos, pero, sobre todo, a la de sus propios
afiliados, ha sido el PSOE.
En cuanto al PP, no es tampoco un dechado de democracia. El
conflicto interno vivido en la preparación del reciente
Congreso de Valencia, y su desenlace final, no es
precisamente el mejor ejemplo para resolver los problemas de
liderazgo en una sociedad avanzada.
Este exordio no tiene otro sentido que poder constatar que
estos partidos – salvo importantes y traumáticas
transformaciones internas – no parecen estar en condiciones
de abordar las necesarias reformas que reclama nuestro país.
Nuestros partidos no son ajenos al deterioro que ha sufrido
nuestra democracia desde la aprobación de la Constitución en
1978. Siendo, los partidos, constitutivamente la columna
vertebral de cualquier régimen democrático, en nuestra
sociedad no han sabido jugar el papel equilibrador que se
les demandaba, y su función se ha concentrado en seleccionar
élites gobernantes y promocionar cargos públicos, más que de
ser auténticos representantes de los ciudadanos. Su obsesión
por hacerse con el control de todas las instituciones
sociales (públicas y privadas), y su aspiración – cuando
gobiernan – de confundir el Partido con el Estado, les hace
responsables en alto grado de la mayor parte de los
problemas que hoy padece la democracia española.
Por primera vez en muchos años nuestra sociedad está abierta
al surgimiento de partidos emergentes. Así se explica el
éxito de Unión, Progreso y Democracia (UPyD). Quienes nos
embarcamos desde el primer momento en este proyecto nunca lo
hubiéramos hecho si nuestra democracia, lejos de progresar
hacia la estabilización y la excelencia, no hubiera caminado
hacia su desfiguración; y si los partidos que la conforman
no se hubieran convertido en sucedáneos de iglesias cerradas
que tratan de ocupar antropofágicamente todos los espacios
de la sociedad civil, que han terminado por hacer del
Parlamento una lonja donde ponerse de acuerdo en los
despachos sobre el valor y precio que conllevan las
relaciones de poder y su reparto, y no el lugar donde
debatir sin ventajismos los problemas que preocupan a los
ciudadanos.
Un partido como UPyD tiene ante sí, y ante los ciudadanos,
una responsabilidad enorme. Tratar de llevar adelante un
proyecto de regeneración democrática – precisamente en el
clima de oligarquización que los partidos dominantes han
creado a su favor – es una tarea ciclópea. Supone abordar
reformas que abarcan desde la ley electoral hasta la
educación, pasando por la independencia de la Justicia (más
sometida que nunca, después del reciente pacto PP-PSOE), el
modelo territorial, y, omnicomprensivamente, la propia
Constitución. Todo ello hace obligado estar presente, con
suficiente peso específico, en las instituciones y, desde
allí, alcanzar la autoridad necesaria para impulsar pactos
de estado e influir en la transformación de nuestra
realidad. Esto no se consigue con el meritorio voluntarismo
de tantas ONGs; exige, además de recursos humanos y
materiales, la existencia de un vehículo apropiado, es
decir, de un partido político. Pero, qué partido? O, para
ser más exactos, qué modelo de partido queremos y
necesitamos?
Sabemos que hacer en España un partido plenamente
democrático es muy difícil, máxime en una sociedad con un
evidente déficit de cultura democrática, y presa de la
apatía participativa que los propios partidos hegemónicos le
han infundido. Pero también juega a nuestro favor el ser
conscientes de que no queremos repetir los errores que
estamos denunciando en otros, principalmente porque no es
posible alcanzar los fines políticos que perseguimos con
estructuras que han demostrado tener éxito para crear y
perpetuar nomenclaturas políticas, pero no para servir a los
intereses de los ciudadanos.
Los medios y los fines son inseparables. No es posible
lograr metas pretendidamente transformadoras con estructuras
burocráticas y autoritarias, que sólo pueden albergar
militantes oportunistas, sumisos al poder dominante del
momento, y cuadros políticos predispuestos a realizar una
práctica política manipuladora, cuya lógica – que no es otra
que la de servir a su propio interés personal – va por un
lado, y la de la sociedad va por otro.
Un partido de nuevo tipo, alternativo a las agotadas
formaciones políticas conocidas, tiene que elevar el listón
ético de la democracia y entender que ésta no es sólo un
sistema para elegir gobernantes, sino una forma de vida y de
convivencia, que todavía está lejos de hallarse entre
nosotros. Tiene que quedar claro que quienes nos hemos
comprometido en un proyecto como UPyD para cambiar una
situación como la que nos hemos encontrado, nos hemos
empeñado en una tarea en la que la política es inaceptable
sin la ética. Y, si no fuera así, este partido no tendría
sentido, porque sin ese impulso no cambiaríamos la política,
ni la sociedad, ni nada.
Todo esto quiere decir que un partido tiene que estar
abierto a recibir en su seno a personas de distintas
sensibilidades políticas – aunque unidas por unos objetivos
comunes – y también de variadas capacidades profesionales,
pero estar alerta respecto a otras que pretendan convertir
su actividad política en una profesión para toda la vida. Un
partido con esta clase de “profesionales” suplantará el
papel histórico – de mediador y vehículo de los intereses
generales – que la sociedad otorga a los partidos, para
convertir a estos en puras máquinas electorales, sin otra
finalidad que alcanzar el poder y mantenerse en él a
cualquier precio.
Actuar en otra dirección exige a un partido regenerador de
la democracia esforzarse en crear una nueva cultura
política, ejemplarizándola en su propio seno, y
difundiéndola en la sociedad con todos los medios a su
alcance. Es un trabajo de muchos años, y reclama la apertura
de una vía que vincule la política con la cultura, con la
cultura en general.
En los partidos, como en la sociedad, existen dirigentes y
dirigidos. Esta jerarquización se acepta con naturalidad
cuando los unos son fruto de la legitimidad democrática y
los otros disponen de los cauces de participación adecuados,
y las funciones de responsabilidad y de subordinación se
suceden de forma alternativa y reglada. Estamos hablando de
formas propias de una democracia abierta que, hasta ahora,
no han sido las propias de nuestro Estado de Partidos.
Es claro que cuando hablamos de democracia – en la sociedad
y en los partidos – no estamos hablando de democracia
directa ni de toma de decisiones asamblearias, sino de
democracia representativa, o sea, elecciones primarias, voto
directo y secreto, listas abiertas, y consecuente
legitimación para el ejercicio temporal de los cargos
electos. Lo contrario es, con todo el maquillaje
“democrático” que se quiera, entronizar algún tipo de poder
burocrático, que para sostenerse y justificarse ante si
mismo y ante los ciudadanos, sólo puede fundamentarse en la
sutil utilización (y a veces ni eso) del principio de
autoridad y en el culto a la personalidad de los líderes.
Un partido que apueste por la democracia interna sin
tapujos, no permitirá que sus militantes tengan menos
derechos que los que la Constitución otorga a cualquier
ciudadano; ni tampoco la incoación de expedientes de
expulsión a quienes no incurran en presuntos delitos que
puedan estar tipificados en el Código Penal.
En las actuales estructuras partidarias ha calado la opinión
de que practicar la democracia supone riesgos, por eso las
elecciones primarias en España no han pasado de la fase de
estado embrionario. En realidad, los riesgos sólo los corren
quienes dirigen los partidos y están obsesionados por
controlarlo todo, y convencidos que solamente ellos saben lo
que les conviene a los demás.
Pero en España, si queremos regenerar la sociedad, tendremos
que empezar por regenerar nuestros partidos y fortalecer su
imagen y credibilidad ante los ciudadanos; y eso sólo será
posible con más democracia interna, aceptación de la
discrepancia, más debate – todo lo ordenado que se quiera -
y menos modelos de control. Este es el reto que tenemos por
delante quienes no nos resignamos a vivir en una sociedad
desarrollada con un régimen democrático de tan baja calidad
como el que ha devenido en la España del presente.
* Miembro del Consejo Político y Coordinador Provincial
UPyD en Málaga
|