La gran palabra, la divina
palabra, la grande y libre palabra, es mucho más que la
Biblia. Es algo que se ha dicho hasta la saciedad en la XII
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos,
apuntando que esa gran palabra es Dios mismo que habla.
Servidor también piensa que sólo hay que prestar oído a la
vida para pensar quién es quién y cuánto es quién. La
creación misma es un abecedario de silencios que nos
asombran, como queriendo entrar en diálogo con el místico
que todos llevamos dentro. De manera que la palabra
verdadera, aquella que no hace falta darle esplendor porque
ella ya es esplendorosa por si misma, no es un simple texto
escrito, es el único amor interminable injertado por el
verso de la pureza, verbo que nos lo encontramos a poco que
exploremos por las páginas del universo. Por desgracia, esta
visión del mundo actual sin referencia alguna a la
grandísima palabra, la que nos sostiene como seres humanos,
contribuye a excluir valores que nos enraízan, con la
inclusión de absurdas exaltaciones como si fuese el hombre
el que hace la gran palabra, el creador del inimitable
verso.
Las actuales crisis financieras muestran la importancia de
construir la vida sobre el fundamento firme de la gran
palabra, explicó Benedicto XVI justamente al comenzar la
primera jornada del Sínodo de los Obispos. Lo vemos ahora en
la caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no
es nada. Y como esto, todas esas cosas que pueden parecer un
mundo y que, en realidad, son frutos perecederos, realidades
efímeras. Mientras prosiguen los esfuerzos para resolver la
situación financiera en un mundo globalizado, tanto es así
que los líderes del Eurogrupo buscan con desvelo un plan
conjunto frente a la galopante crisis, que no es sólo de
capital monetario, sino también una falta de capital
solidario con la consabida arrogancia del poderoso, el mundo
entero debería reflexionar sobre la necesidad de una ética
que pusiese orden en las semánticas. Los adoradores al falso
dios del dinero siguen cultivando la especulación como norma
diaria. Les importa un rábano los principios de solidaridad
y bien común. Es cierto que necesitamos generar riqueza,
aparte de que sea una actividad poéticamente legítima, lo
que conlleva hacerlo de forma que los dones, que son de la
gran palabra, se usen de modo responsable y compartido. Es
por ello, que la creación de riqueza no debería tener como
propósito el dominar a los demás o acumular poder personal,
sino todo lo contrario; lo que exige que, en vez de
maximizar sólo beneficios, también se maximicen donaciones.
El escándalo del mal y el sufrimiento de los inocentes ha
sido siempre una de las justificaciones de la increencia en
la gran palabra. La mayoría de los no creyentes y de los
indiferentes no lo son por motivos ideológicos o políticos.
Son con frecuencia excristianos que se sienten decepcionados
e insatisfechos y que manifiestan una descreencia, una
desafección respecto a la creencia y sus prácticas, que
consideran carentes de significado, inútiles y poco
incisivas para la vida. Con razón, las homilías también
preocupan al Sínodo. En este sentido, Monseñor Ricardo
Blázquez Pérez, dedicó totalmente a la homilía su
intervención, hablando de ella como uno de los servicios más
importantes que pueden prestar el obispo y el presbítero.
Por cierto, el prelado propuso que la homilía se prepare en
la oración haciéndose al menos tres preguntas: “¿Qué dicen
las lecturas que serán proclamadas en la celebración? ¿Qué
me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo yo, como pastor que
presidiré la celebración, comunicar a los participantes en
la Eucaristía, teniendo en cuenta las circunstancias en que
se desarrolla la vida de la comunidad?”. Las respuestas, sin
duda, están en la belleza de la palabra en la gran palabra,
una vía privilegiada para acercarse y acercarnos a la
auténtica poesía, aquella que resiste a la palabrería de la
usura y que, con su lenguaje simbólico, nos une en un todo,
en lo que debe ser la familia humana. En una cultura de la
globalización, donde el soy para mí y los míos prevalece
sobre el ser para los demás, es fundamental transmitir la
dimensión de lo bello que se cobija en la gran palabra, en
la misma naturaleza que nos recita otoños, primaveras,
veranos e inviernos de la vida, que no es otra que la voz
del Creador.
Asimismo, la fascinación que sienten algunas personas por
apariciones o milagros acaba llevándoles a abandonar la
misma Iglesia para caer en manos de grupos sectáreos, se ha
dicho también en el Sínodo. El número 56 del Instrumentum
laboris (documento de trabajo) al que hacen referencia los
participantes en el Sínodo en sus intervenciones considera
que “una especial atención ha de prestarse a las numerosas
sectas, que actúan en diferentes continentes y se sirven de
la Biblia para alcanzar objetivos desviados con métodos
extraños a la Iglesia”. Tampoco nuestro país es ajeno a la
creciente instauración de grupos manipuladores de la
personalidad, que suelen presentarse como centros
culturales, espacios de religiosidad y espiritualidad o
asociaciones humanitarias, y así poder captar a personas
para sus intereses ocultos. Ahora que tanto se habla de
Observatorios, considero que no estaría mal crear uno
permanente sobre grupos de manipulación psicológica. Nos
llevaríamos más de una sorpresa. Como nos la llevamos
también cuando surgen incomprensiones y odios, incluso entre
quienes comparten la misma mesa de la gran palabra, la del
Creador, y toman la justicia por su mano contra el prójimo.
Una de dos: o la gran palabra de las palabras, no tiene
ninguna importancia en sus vidas, o la han tomado de manera
interesada.
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