La situación de las once empresas
ceutíes que se han quedado colgadas de dos subcontratas de
Ferrovial, Tracobe y Cabed, y de un empresario, el dueño de
ambas, desaparecido e ilocalizable, es un reflejo más de los
años de sinsentidos que, a lomos del inestable boom del
sector de la construcción, se han realizado en nuestro país
durante los últimos años.
En la época efervescente del ladrillo que todo lo podía se
popularizó la subcontratación sin freno con escalones
estériles que, en realidad, nada aportaban de valor real a
los proyectos que se encomendaban. En la ciudad autónoma,
además, por los condicionantes existentes y tantas veces
repetidos de la extrapeninsularidad y demás las
consecuencias aún han sido o pueden ser más perniciosas.
Todos los empresarios del ramo conocen empresas que llegan a
Ceuta con una idea sobre el coste de un proyecto que pueden
asumir y después se llevan sorpresas desagradables: lo que
se pensaba que iba a costar uno acaba costando uno y medio
y, cuando la Administración o la empresa de turno no tiene
la posibilidad de aplicar un modificado para aumentar el
presupuesto disponible la ejecutora se ve abocada a perder
dinero o a abandonar el proyecto. Son vicios que, de acuerdo
con la teoría económica, el mercado debería resolver en un
corto espacio de tiempo. Pero no parece que sea así. Por eso
es preocupante que, aún escuchando sus gritos de
desesperación, las instituciones no hagan o no puedan hacer
nada para poner un poco de orden en determinados casos como
el de Tracobe y Cabed. La Administración debe garantizar,
especialmente si se trata de una obra suya, como es la que
ocupa a los empresarios ceutíes, que su ejecución no sólo se
adapta al contrato estipulado, sino que además se realiza
con las debidas garantías en todo lo que a ella atañe: ni es
aceptable ver a trabajadores ilegales trabajando para las
instituciones ni que con el dinero público se dé pábulo a
dos, tres o más escalones de subcontratación que reciben
beneficios a cambio de nada.
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