Con él congenié yo desde el primer
día que nos presentaron en la ‘Cafetería Triana’, cuando la
regentaba Miguel Sanmiñán. Entonces, en la ciudad
sólo se hablaba del GIL mientras la estrella de Jesús
Fortes declinaba con enorme celeridad.
Luego, cuando los gilistas sucumbieron a la misma velocidad
con la que accedieron al poder, me lo encontré formando
parte del equipo de Juan Vivas convertido en presidente por
un voto de censura pedido a gritos casi mayoritariamente. Y
me dije entre mí: José Antonio Rodríguez tiene la
virtud de ser agradable sin proponérselo. Algo que no está
al alcance de cualquiera.
Al cabo de cierto tiempo, tuvimos oportunidad de entablar
relaciones que nos permitieron conversar con cierta
asiduidad. Solíamos hablar con claridad meridiana de cuanto
nos apetecía. Y hasta me permití, en un arranque de
atrevimiento, darle algún que otro consejo a un recién
llegado a la política que lo hacía colmado de ilusiones y
pletórico de confianza en sus posibilidades.
En realidad, no es difícil llevarse bien con José Antonio.
En absoluto. Y no lo es, créanme, porque durante muchos años
se ha venido ganando el sustento pateándose la calle. Y ello
le ha concedido la posibilidad de contar con un sexto
sentido que le ayuda muchísimo a conocer con quién se juega
los cuartos.
Por tal motivo, me desconcerté bastante cuando un día me
enteré de que su paso por la televisión pública, cuando le
tocó ocupar un cargo en ella, le había hecho comprometerse
sin dejarse llevar por esa intuición, referida
anteriormente. Pero todos cometemos errores y mi estimado
José Antonio no tenía por qué ser una excepción.
Si bien, en cuanto tuve la menor oportunidad, le advertí del
hecho, aun a sabiendas de que me estaba metiendo en camisa
de once varas. Pero él me respondió sin torcer el gesto y
tratando de convencerme de las acciones que había
emprendido.
Su labor en la viceconsejería de Turismo, con pocos medios,
fue buena. Huyo de las empresas faraónicas, como no podía
ser menos, y consiguió estrechar lazos entre Ceuta y los
pueblos blancos de Andalucía. Jamás vendió humo. Sin
embargo, me consta que a su alrededor había personas que
estaban ya dispuestas a quitárselo de encima. Es decir, a
echarlo de la viceconsejería.
Lo que nadie esperaba, y mucho menos yo, es que le
endilgaran la consejería de Gobernación. Tan compleja como
capaz de minar la fortaleza física de quienes pasan por ese
cargo. Podría mencionar a políticos que lo han pasado muy
mal en ese destino. Por más que lo haya emperrado en decirme
que el sitio tiene su encanto.
Días atrás hallé a Rodríguez en el piso donde sienta sus
reales el presidente de la Ciudad. Procedía yo del tercero y
venía de preguntar por el fantasma que, al parecer, deambula
en esa planta por las noches. Y descubrí que el consejero de
Gobernación es una persona triste. Muy triste. Y que, por si
fuera poco, respondía con monosílabos. Y, aunque algo al
respecto me habían contado, no me lo creí hasta no
comprobarlo.
Espero, por el bien de él, que levante el ánimo y mire hacia
delante sin miedo a lo que pueda ocurrirle cuando finalice
el congreso de su partido. Y seguro que le irán mejor las
cosas en todos los aspectos. Porque lo que sea sonará a su
debido tiempo. Y no tiene por qué deprimirse tan pronto y
tal vez sin motivos.
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