Los niños de la posguerra sabíamos
de la existencia de los fantasmas porque nuestros mayores
hablaban de ellos con recelo y en muchos casos con miedos
capaces de acabar con estreñimientos de mucho cuidado.
La descripción de los fantasmas era casi siempre la misma:
se presentaban con vestiduras largas hasta los talones,
ropaje talar hecho con una sabana, acompañado con algunos
detalles vistosos para poder impresionar más y mejor a la
gente. Y no les faltaba ni la capucha ni el antifaz
adecuados.
Los aparecidos eran también muy dados a hacer ruidos con
cadenas que manejaban con precisión. Y solían portar una
linterna con un haz de luz potente para poder cegar a quien
se atreviera a transitar una calle a ciertas horas de la
noche.
Aquellos espantajos cumplían distintas misiones: a) dejar
una calle desierta para poder cargar o descargar toda clase
de contrabando; b) asustar a los vecinos de las viviendas
para que desalojasen unas casas cuyas rentas bajas sacaban
de quicio a sus propietarios; c) facilitar la entrada de
cualquier amante en casa donde residía la amada o el amado.
Todos estos recuerdos se me vienen a la memoria cuando,
medio en broma, medio en serio, permanezco atento a lo que
me cuentan acerca de que hay un fantasma en la tercera
planta del edificio municipal. Con historia incluida: una
noche el fantasma se dio mañas para asustar a un policía que
estaba de guardia y éste, tras reconocer que se había
jiñado, se presentó ante Ángel Gómez para comunicarle que él
no estaba dispuesto a continuar prestando semejante
servicio.
Dado que en ese momento no tenía la posibilidad de hablar
con el superintendente de la Policía Local, a fin de
preguntarle si era verdad la historia del policía que había
estado a punto de sufrir las terribles consecuencias del
pánico que le había causado los ardides empleados por ese
espíritu que anida en la ya reseñada tercera planta de la
Casa grande, allá que me fui a visitarla y a charlar con
algunas de las personas que trabajan en ella. De cuyos
nombres haré omisión por causas obvias.
Antes de nada diré que en esa planta está la consejería de
Medio Ambiente, la de Fomento, una oficina de
arquitectura... y, cómo no, el despacho del vicepresidente
del Gobierno, Pedro Gordillo.
El primer funcionario al cual me dirigí, me respondió así:
“Cuando yo me he quedado a trabajar en horas nocturnas, he
sentido que aquí hacía un frío especial y he oído ruidos
extraños y muy desagradables...”.
El segundo me respondió que siempre ha evitado trabajar en
esa planta a ciertas horas. Y mucho menos sin compañía.
Porque está convencido de que en ella han venido, desde hace
muchos años, ocurriendo cosas muy raras.
Y el tercero, con aire solemne, me dijo que estaba al tanto
de cuanto ocurría, pero que a él no se le había aparecido
jamás ningún espíritu; pero si me dio un dato, a cambio de
que yo me guardara muy bien de revelar su nombre: “Desde que
Gordillo decidió hacerse su despacho en esta planta, el
fantasma o lo que sea, parece que ha decidido descansar,
según me ha dicho...”.
A lo mejor tenemos un caso de exorcismo. He aquí una tarea
para periodistas intrépidos y con ganas de abrirse camino.
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