El presidente de Cáritas
Internationalis, el cardenal Oscar Rodríguez Maradiaga,
arzobispo de Tegucigalpa, alentó recientemente ante las
Naciones Unidas a los líderes de todo el mundo a adoptar las
medidas necesarias para el cumplimiento de los Objetivos de
Desarrollo del Milenio (ODM), además de denunciar cómo “la
construcción de un mundo en el que la avaricia de pocos está
dejando a la mayoría al margen de la historia”. Hace tiempo
que los ídolos de la modernidad, con sus afanes consumistas,
han tomado a la avaricia como amante de sus días. Se han
perdidos sanas costumbres humanas y familiares y hasta esa
hermosa virtud de la solidaridad, de la que mucho se habla,
pero que poco se ejercita a cambio de nada. Pienso en las
dificultades, a veces imprevisibles, que afectan a las
gentes desempleadas; pienso, sobre todo, en la escasez de
algunas familias que se las ven y desean para hacer frente a
la gran subida de la hipoteca. Tales contratiempos son, sin
duda, una ocasión propicia para testimoniar que la
solidaridad ha de ser presencia, haciéndola presente con los
más afectados, mostrando desprendimiento y voluntad de
ayuda.
Las tremendas pérdidas efectivas de bienestar que venimos
sufriendo en este país, en parte debido al engaño político,
a no tomar medidas a tiempo capaces de impulsar la caída de
algunos sectores o de frenar la cancelación de proyectos de
inversión de pequeñas y medianas empresas, y, por otra
parte, debido a la avaricia de pocos, pero que es la penuria
de muchos, enraizadas en los sectores productivos, debiera
solidarizarnos y hacernos cambiar de modus vivendi. Si
fracasamos porque no alcanzamos a ganarle la batalla a esta
crisis económica, no es tanto por la falta de recursos, sino
porque nos hace falta cambiar el sistema financiero.
Sufrimos de una grave pobreza de imaginación y nos creemos
dioses. La mediocridad es lo nuestro y la tontura de
creernos alguien.
Dicho lo anterior, pienso que es preciso que nos veamos a
nosotros mismos más allá de las conquistas ambiciosas, de
nuestro status social, en un mundo como miembros de él, en
el que nuestra obligación primaria y primera ha de ser
compartir con los marginados nuestras pertenencias.
Considero también que es de justicia imaginarnos un país en
el que la exclusión sea una abominación intolerable. Todos
tenemos que cuando menos soñarlo y aquellos que tienen
responsabilidad de gobierno, deben hacerlo realidad,
trabajando en colaboración y cooperación unos con otros,
unas administraciones y otras, tomando decisiones que nos
solidaricen en vez de alejarnos como hasta ahora viene
sucediendo.
Hoy cuando los temas económicos ocupan gran parte de los
sumarios ofrecidos por los medios y los comentaristas, y no
faltan tampoco reflexiones sobre la desigualdad y la
necesidad de más oportunidades para los excluidos del
sistema, resulta que la mayoría de los economistas prefieren
concentrarse en el análisis materialista, en su más puro y
duro sentido de la productividad, dejando de lado cuestiones
de humanidad, donde el egoísmo y la avaricia campea a sus
anchas. Cada día nos movemos más por el propio interés que
por la solidaridad. Con lo cual sigue vigente lo que Quevedo
injertó a esta vida, ya hace un puñado de siglos: “el avaro
visita su tesoro por traerle a la memoria que es su dueño,
carcelero de su moneda”. Esto pasa por sobreponer el interés
propio sobre el bien común. Así, bienes particulares como el
dinero, que inyecta poder y fama en esta sociedad clasista
hasta el tuétano, son considerados como absolutos y buscados
por sí mismos, es decir, como ídolos, en vez de como medios
para servir a todos los ciudadanos. Está visto que la
desmesurada ambición, vestida de codicia, el frenesí del
orgullo y la vanidad tomada con ardor guerrero, ciegan al
que cae en ellos, que termina por su ruin adicción no viendo
cuán limitados son sus discernimientos y autodestructivas
sus prácticas y actos.
La mentalidad de que la avaricia es buena ha penetrado en
las escuelas de negocios. Para remediar esto, creo que hay
que regenerar los propios fondos y finalidades empresariales
más allá de una mera producción de beneficios, que los tiene
que haber, pero también hay que buscar otras éticas como ha
de ser la satisfacción de servicio a toda la sociedad, y si
tiene que existir alguna preferencia que lo sea con el
sector más débil. Hace falta avivar la idea de una justicia
arraigada en la solidaridad humana, lo que exige que el más
fuerte ayude al más débil, que la avaricia la enviemos al
destierro de nunca jamás, lejos de los actuales planes y
planificaciones mercantilistas donde el grande
“económicamente” se merienda al chico. Urge que las
sociedades se liberen de la marginalidad y se libren de la
miseria. Sólo si el ser humano, todo él, es protagonista y
no esclavo de los fríos mecanismos productivos, la empresa
se convierte en una verdadera comunidad de personas en la
que todos van en la misma dirección.
Lo malo es que el pulso humano sigue encandilado por el
deseo excesivo de obtener más dinero propio, más riqueza
propia, más bienes materiales propios, más propiedades
propias, que no las hace comunes, ni expropiándole la
conciencia. Hace tiempo que la vida humana y sus valores han
dejado de ser el principio y el fin de la economía en
nuestro país y así nos luce el pelo. La miseria va creciendo
en todas nuestras comunidades autónomas, que gozan de
autonomía para la gestión de sus respectivos intereses, unas
a mi juicio con más privilegios económicos o sociales que
otras, lo que está generando también una desigualdad
territorial e insolidaridad manifiesta. Desde luego, hace
falta otra ética que borre el deseo de acumular los
envenados frutos de este capitalismo-consumismo, por otras
aspiraciones menos usureras y más generosas, antes de que la
avaricia tronche el árbol de la vida y el vivir se torne
descaradamente una codicia.
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