Llovía torrencialmente, tronaba,
relampagueaba... Y Ceuta, bautizada como “La andaluza
niñería” por el poeta que se extasiaba al verla arrebolada y
mirándose en sus mares, era asediada por la furia de unas
aguas que parecían dispuestas a destruir el gran capricho de
López Anglada, en un domingo ya histórico.
Apostado en el cierro de mi casa, veía yo lo que más bien
parecía la versión de un nuevo diluvio. Y pensaba que
semejante situación podría escapársele de las manos a los
bomberos y a todo el personal encargado de intervenir en
casos así. Aunque, por otra parte, me asía a la confianza
que me había generado Juan Vivas al oírle decir días
antes que todos los medios para combatir las lluvias estaban
previstos y que no volverían éstas a sorprendernos como en
años anteriores.
Y como la palabra del presidente de la Ciudad es palabra
de... persona que cuenta con un crédito enorme entre sus
convecinos, de manera mayoritaria, no dudaba que todos ellos
estarían pensando como yo: si el presidente ha dicho que
tranquilos..., no caben miedos.
Pero el presidente, por lo visto, contaba con unas
predicciones erróneas; o sea, que tenía asumido que llovería
unos cuarenta litros por metro cuadrado, durante más o menos
doce horas. Y, claro, de repente se encontró con que fueron
ciento cuarenta y en cuatro horas. Con lo cual se quedó a
merced de las circunstancias. Ni más ni menos que ha
ocurrido en otros sitios de la Península. Donde mirarse
sirve de mucho consuelo y hasta quita importancia a los
yerros que se hayan cometido aquí.
Harto de estar tras la cristalera, viendo llover
intensamente, decidí salir a la calle y dirigirme a un sitio
que ya tuvo problemas en otra ocasión, a fin de comprobar si
esta vez se había salvado del desastre. Me estoy refiriendo
al garaje del edificio de la Gran Vía y que tiene puerta de
salida por el Paseo de las Palmeras. Y me encontré con un
panorama desolador.
El garaje estaba anegado de agua. La inundación era de un
metro. Y todos los vehículos estaban afectados. La
indignación de los vecinos era evidente y clamaban porque
alguien les dijera por qué motivos no se había tenido en
cuenta el daño que podía causarles las obras realizadas en
el Paseo de las Palmeras.
A mí me dieron los vecinos toda clase de explicaciones y me
hablaron de los desaciertos cometidos por los técnicos en el
asunto. En mi caso, como no sé ni papa del trabajo de
albañiles, arquitectos, peritos, aparejadores,
constructores, etcétera, me limito, simple y llanamente, a
exponer las quejas de quienes vieron sus propiedades
dañadas.
Tampoco sería justo que silenciara la actuación de los
bomberos en dicho garaje. Llegaron con un motor para achicar
agua sin saber que éste estaba averiado. Y tuvieron que
recurrir a otro pequeño que más que succionarla lo que hacía
era chuparla a sorbitos. Ante la indignación de los
moradores de las viviendas del edificio de la Gran Vía. Los
bomberos, en día tan ajetreado para ellos, hicieron lo que
pudieron y supieron y, desde luego, trabajaron con los
medios que poseen. No me extraña, pues, que Rafael
Ramírez, presidente del edificio, esté todavía
subiéndose por las paredes. Y está en su perfecto derecho de
protestar enérgicamente ante el gran presidente de “La
andaluza niñería”.
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