Resulta que somos el país de la
zona euro que más competitividad ha perdido en los últimos
años, según el Banco Central Europeo. A mi no me coge de
sorpresa. Las universidades españolas que tienen ante si
enormes oportunidades en el desarrollo de la sociedad del
conocimiento, todavía continúan siendo fábricas de parados.
Estos centros de enseñanza superior suelen ir por un lado y
el mundo de la globalización por otro. Nuestro desarrollo
tecnológico presenta debilidades. Hay que mejorar la
inserción laboral de los titulados. Vivimos en un tiempo de
rápidos y permanentes cambios lo que exige asimilar
conocimientos. Sin duda, debemos reforzar la investigación,
más y de mejor calidad. Pienso también, que es obligado
reanimar la conexión con la innovación y la empresa,
apoyando el tejido empresarial con base tecnológica, si
queremos lograr una rentabilidad igual o superior a los
rivales en el mercado y huir del vagón de cola en el que nos
encontramos.
La competitividad va relacionada con la globalización de los
productos y servicios y los usuarios finales son quienes
marcan el rumbo de la empresa competitiva al adquirir o
rechazar sus productos. Para fomentar la competencia también
es importante estimular el espíritu emprendedor de la
sociedad, que por unos motivos u otros, en este país no es
demasiado elevado. Además, sumado a lo anterior, tenemos muy
poca presencia en los mercados exteriores. Añádase después
el bajón de la inversión extranjera en España y el desempleo
galopante. El clima interno de negocios tampoco ayuda
demasiado a que se vengan con nosotros inversiones
cualificadas, cuando el ambiente nacional del mundo
empresarial, aún le cuesta adaptarse a los cambios en el
contexto internacional y exportar productos con mayor
agregado tecnológico sostenible.
Ya sabemos que hemos perdido competitividad, que ahora por
lo menos no disminuyamos la necesidad de valorizar la
dimensión humana del trabajo y de tutelar la dignidad de la
persona. Me parece saludable socialmente, tan justo como
necesario, por ejemplo, inutilizar ese mercantilismo
exacerbado, de competitividad agresiva. Competitividad sí,
pero con condiciones. No a cambio de mano de obra barata. Al
fin y al cabo, el ser humano vive y se desarrolla en
interacción con los demás: en la familia y en la sociedad.
Por eso, el patrimonio que adquiere como resultado de su
pertenencia a un grupo en virtud de su nacimiento, de su
cultura y de su lengua debe transformarse en factor de
encuentro, no de exclusión, de solidaridad por encima del
factor competitivo. En el vagón de cola, vale, pero que
cuando menos sea con dignidad.
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