Yo vivía en casa de vecinos y en
calle donde la gente podía morirse de hambre ante la
indiferencia de los pocos que gozaban de alacenas repletas y
dineros suficientes para que sus mujeres, y sobre todo sus
queridas, lucieran prendas llamativas para distinguirse y
dejar patente la posición económica de la cual alardeaban.
En mi calle, las mujeres pobres, que eran mayoría, no podían
ir a la iglesia, puesto que carecían de prendas adecuadas
para postrarse ante un Dios en el que ellas, tan
conservadoras por naturaleza, aún seguían confiando. Me
imagino, pues yo era un niño todavía muy apegado a mi
barrio, que en las demás calles de la ciudad estaría pasando
tres cuartos de lo mismo.
Apenas cumplidos los ocho años, los propios vecinos se
encargaron de recordarme, como a los demás niños de mi edad,
que antes de llegar al portal de la casa, cuando la
oscuridad se había hecho realidad, empezara a hacerme notar
hablando en voz alta o carraspeando con fuerza e
insistencia, a fin de anunciar que pronto iba a poner los
pies en el zaguán.
Los niños, aunque estábamos malnutridos, sabíamos latín y
pronto comprendimos que toda esa pantomima que nos obligaban
a representar estaba destinada a que los novios que se
estaban dando el lote en la casapuerta, tuvieran tiempo de
enmendar posturas y cubrirse las vergüenzas.
En aquellos años, tan tristes y penosos, grises y
dramáticos, los jóvenes no podían casarse porque carecían de
empleo y de todo lo habido y por haber para dar un paso tan
decisivo. Y, claro, en lo tocante al sexo tenían que
conformarse con lo que buenamente les dejaran hacer sus
novias. Las cuales guardaban el himen con más que coraje que
el demostrado por Agustina de Aragón contra los
franceses.
De modo que los varones de posguerra, hartos de no poder
fajarse a fondo en el tú a tú más apreciado de la vida, en
cuanto juntaban unas pesetas allá que salían corriendo para
las llamadas casas de lenocinio. Que eran varias, y de clase
social distintas, pero necesarias para aplacar el ardor de
quienes, salvo raras excepciones, no podían cohabitar con la
mujer de su vida.
También las casas de cita cumplían misiones muy valoradas
entonces, acogiendo a personas que por diferentes motivos
les resultaba imposible disfrutar de los roces de las
novias. Y hasta sería muy fácil contar hechos que se daban
porque había señoras que les importaba tres cominos que sus
maridos buscaran alivio en lupanares, siempre y cuando no se
gastasen lo más mínimo del dinero que a ellas les
correspondía para sacar la casa adelante.
En fin, a ver si me vale lo dicho, aunque confieso que he
pasado muy por encima del asunto, para deplorar el
tratamiento que ha recibido Miguel Ángel Revilla,
presidente de Cantabria, por haber confesado a Público,
programa de Buenafuente: “Yo mojé a los 18 años... Y
pagando”.
Qué sabrán quienes han salido cual fieras contra Revilla,
sobre todo las mujeres jóvenes, de aquellos años cuarenta,
cincuenta y hasta los sesenta, donde cualquiera te contaba
que tenía una hermana puta porque en casa sólo entraba su
dinero. Y muchas más cosas, por supuesto, que sucedían en
las familias de postín y que tan bien explica Caballero
Bonald, por ejemplo, en ‘La Casa del Padre’.
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