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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 24 DE SEPTIEMBRE DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

La sempiterna doble moral
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Yo vivía en casa de vecinos y en calle donde la gente podía morirse de hambre ante la indiferencia de los pocos que gozaban de alacenas repletas y dineros suficientes para que sus mujeres, y sobre todo sus queridas, lucieran prendas llamativas para distinguirse y dejar patente la posición económica de la cual alardeaban.

En mi calle, las mujeres pobres, que eran mayoría, no podían ir a la iglesia, puesto que carecían de prendas adecuadas para postrarse ante un Dios en el que ellas, tan conservadoras por naturaleza, aún seguían confiando. Me imagino, pues yo era un niño todavía muy apegado a mi barrio, que en las demás calles de la ciudad estaría pasando tres cuartos de lo mismo.

Apenas cumplidos los ocho años, los propios vecinos se encargaron de recordarme, como a los demás niños de mi edad, que antes de llegar al portal de la casa, cuando la oscuridad se había hecho realidad, empezara a hacerme notar hablando en voz alta o carraspeando con fuerza e insistencia, a fin de anunciar que pronto iba a poner los pies en el zaguán.

Los niños, aunque estábamos malnutridos, sabíamos latín y pronto comprendimos que toda esa pantomima que nos obligaban a representar estaba destinada a que los novios que se estaban dando el lote en la casapuerta, tuvieran tiempo de enmendar posturas y cubrirse las vergüenzas.

En aquellos años, tan tristes y penosos, grises y dramáticos, los jóvenes no podían casarse porque carecían de empleo y de todo lo habido y por haber para dar un paso tan decisivo. Y, claro, en lo tocante al sexo tenían que conformarse con lo que buenamente les dejaran hacer sus novias. Las cuales guardaban el himen con más que coraje que el demostrado por Agustina de Aragón contra los franceses.

De modo que los varones de posguerra, hartos de no poder fajarse a fondo en el tú a tú más apreciado de la vida, en cuanto juntaban unas pesetas allá que salían corriendo para las llamadas casas de lenocinio. Que eran varias, y de clase social distintas, pero necesarias para aplacar el ardor de quienes, salvo raras excepciones, no podían cohabitar con la mujer de su vida.

También las casas de cita cumplían misiones muy valoradas entonces, acogiendo a personas que por diferentes motivos les resultaba imposible disfrutar de los roces de las novias. Y hasta sería muy fácil contar hechos que se daban porque había señoras que les importaba tres cominos que sus maridos buscaran alivio en lupanares, siempre y cuando no se gastasen lo más mínimo del dinero que a ellas les correspondía para sacar la casa adelante.

En fin, a ver si me vale lo dicho, aunque confieso que he pasado muy por encima del asunto, para deplorar el tratamiento que ha recibido Miguel Ángel Revilla, presidente de Cantabria, por haber confesado a Público, programa de Buenafuente: “Yo mojé a los 18 años... Y pagando”.

Qué sabrán quienes han salido cual fieras contra Revilla, sobre todo las mujeres jóvenes, de aquellos años cuarenta, cincuenta y hasta los sesenta, donde cualquiera te contaba que tenía una hermana puta porque en casa sólo entraba su dinero. Y muchas más cosas, por supuesto, que sucedían en las familias de postín y que tan bien explica Caballero Bonald, por ejemplo, en ‘La Casa del Padre’.
 

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