El siglo X fue en Marruecos una época de flujos y reflujos,
en continua enfrentamiento civil a varias bandas (los omeyas
fueron apoyados por los bereberes zenata) en lo que Terrasse
llamó “La Guerra de los Cien años de Berbería”. Las
invasiones hilalíes, alentadas por el shiísmo fatimí y la
caída del Califato de Córdoba (1031) abandonando el “limes”
al sur del Estrecho, alteraron profundamente el orden social
en el Maghreb dejando un vacío de poder que alentó la
irrupción de formulaciones políticas más jóvenes y
vigorosas, como fue el caso entre los siglos X y XII de la
Era Común de la dinastía de los Al-Murabitum o Almorávides,
rama beréber y sureña de los Sanhaja (sus hermanos del norte
fundaron, en el siglo XI, el reino zirí de Ifrikiya y
engrosaron las filas de los fatimíes), una de las tres
grandes agrupaciones bereberes -siguiendo la clasificación
de Ibn Khaldún- junto a los Masmuda (base étnica de la
reacción Almohade) y los Zenata, que dieron pie a la última
dinastía beréber: la de los Beni Marín, más conocidos como
Benimerines o Merinidas. Los almorávides fueron, sin duda,
“la primera de las dinastías marroquíes de importancia
norte-africana y europea” (A. Laroui) y a ellos debe
Marruecos tanto el nombre como la primera unificación del
país y no a la Dinastía Idrisi. En este periodo la mitad de
la Península, la España mora, comparte su destino con
Marruecos como ya advertía en 1956 el profesor Bosch Vilá:
“No podemos excluir a Al- Andalus de nuestra historia
porque, políticamente, desde la incorporación de los Reinos
de Taifas al imperio africano, no es otra cosa que una
provincia, un miembro de este Marruecos unificado por
primera vez por Yusuf Ibn Tasûfin”. Rasgo histórico, aun
hoy, de lectura geoestratégica.
No obstante y caído el Califato de Córdoba (1031), el Reino
de Taifa de Málaga proyectó su influencia en el área del
Estrecho controlando por un tiempo, hasta la llegada de los
almorávides, Tánger, Ceuta y la costa de Gomara (Oued Laou y
Targa), en la que pervivía un movimiento herético (quizás
con influencias jariyíes), así como en la costa atlántica
bajo el reino de los Barwata, hasta ser arrasado por el
fanatismo almorávide. El resto del actual Marruecos era,
salvo algunos núcleos shiís, fundamentalmente ortodoxo y
sunní, si bien en algunas regiones del Alto Atlas ciertas
tribus bereberes seguían en la idolatría, adorando a las
fuerzas de la naturaleza y a un carnero, como reseñó G.
Germain en 1948.
Del fanatismo almorávide y su talante inquisidor, sobre el
que ahora expertos contemporizadores de ambas orillas corren
un tupido velo, no hay la menor duda: los almorávides
estaban, señala Lugan, “Sujetos a un formalismo estricto y
una lectura literal del Corán”, en cuyo nombre y en el de la
“guerra santa, combatieron a las poblaciones paganas del
Sudán” (reconoce Jawad Touhami). La tribu sahariana Lamtuna,
corazón del movimiento almorávide, trashumaba con sus
camellos, siendo los hombres conocidos por ir velados: un
velo de color oscuro (“litam”) les tapaba la parte inferior
de la cara, mientras que otro velo (“nikab”) cubría su
cabeza y frente hasta las cejas, quedando solo sus ojos al
descubierto según narra Bakri. Desconocían el cultivo de la
tierra, siendo sus fuentes de riqueza el ganado y
ocasionales “razzias”, alimentándose de carne, leche y,
cuando era posible comerciarla, harina para hacer pan.
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